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Crónica de un País que Tolera su Propia Decadencia

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Por Fernando M. Crivelli Posse.

Dedicado, post mortem, al Dr. Emidio Posse Vallejo, mi tío abuelo, abogado y ex magistrado, cuya claridad, modestia y rectitud marcaron mi formación esencial en mis primeros años. Su vida enseñó que la verdadera justicia no es un ejercicio de poder, sino un deber que exige valentía y sacrificio. Me advirtió que mientras las estructuras del Estado permanezcan intactas, la justicia seguirá siendo un simulacro y la decadencia se volverá destino. Este artículo es un homenaje a su ejemplo y a su convicción de que enfrentar la injusticia siempre tiene un precio, y que ese precio debe pagarse sin vacilación.

“La injusticia que toleras se convierte en la ley que te gobierna.”  Marco Aurelio

Hay países que no se desploman con estrépito, sino con bostezo. Caen lentamente, sin tragedias espectaculares, hasta que un día amanecen rotos sin recordar cuándo comenzó la fractura. Lo verdaderamente alarmante no es la corrupción en sí misma, sino la resignación que la rodea. La decadencia no irrumpe: se instala.

La corrupción no necesita cañones ni ejércitos. Le basta con la indiferencia. Es un parásito que prospera en la comodidad y en la falta de coraje moral. Primero mancha, luego corroe, finalmente derrumba. Y mientras esto sucede, parte de la sociedad mira para otro lado con una mezcla de cinismo, apatía y fatalismo, como si el desgaste del país fuera un hecho inevitable, inmutable, casi natural. Montesquieu advertía que “cuando el poder se enlaza con la impunidad, la tiranía se disfraza de legalidad”. Hoy podemos verlo con claridad: las instituciones están intactas en apariencia, pero vacías de sentido y autoridad moral.

Durante décadas, se debatió el problema de la corrupción como si fuera un asunto de individuos: “los políticos corruptos”, “los jueces vendidos”, “los empresarios oportunistas”. Esa es solo la superficie. La corrupción ha dejado de ser un conjunto de delitos aislados; se ha convertido en un ecosistema. Una máquina aceitada donde cada engranaje -político, judicial, económico, mediático y ciudadano-  cumple su función en la danza de la impunidad.

Cuando un sistema integra el delito en su lógica interna, cuando ya no solo tolera la podredumbre sino que la normaliza, la decadencia se vuelve estructural. No son manzanas podridas: es el árbol entero el que está enfermo. Y dentro de ese árbol, los legisladores ocupan un papel insoslayable: muchos, por acción o por inacción, se han convertido en cómplices estructurales del delito. Al posponer reformas esenciales o proteger zonas grises legales, actúan como autoboicots del sistema que supuestamente deberían salvaguardar. La ausencia de decisiones firmes en el Congreso, la demora crónica en actualizar el Código Penal, la tolerancia institucionalizada a la impunidad: todo ello revela que la complicidad puede ser tan dañina como la acción misma del corrupto.

Pensemos: ¿cómo puede un país sostenerse si quienes legislan, quienes deberían blindar al Estado contra el abuso, deliberadamente postergan normas, simplifican delitos, suavizan penas y justifican indulgencias? Es una traición silenciosa que mina la legitimidad de las instituciones y envía a la sociedad un mensaje devastador: la corrupción es rentable, y el Estado protege a quienes lo saquean. Tocqueville lo señalaba con claridad: las democracias no caen por enemigos externos, sino por la decadencia interna de sus ciudadanos, inducida a menudo por la misma indiferencia de quienes detentan el poder.

Las penas ridículas para delitos como cohecho, prevaricato, abuso de autoridad o administración fraudulenta no son casualidades técnicas. Son pactos tácitos de autoprotección. Son mensajes que dicen: “Puedes saquear, puedes abusar, nadie te tocará.” Y mientras los corruptos actúan con impunidad, la sociedad observa y aprende. La corrupción no necesita que todos sean corruptos, solo que los decentes sean pasivos.

La pasividad social es la mayor aliada de esta decadencia. Cada “no es tan grave”, cada “siempre fue así”, cada “es un mal necesario” fortalece el tejido de la impunidad. El deterioro moral sigue un patrón: primero se tolera, luego se normaliza, después se justifica y finalmente se defiende. Y en ese punto, la línea entre lo correcto y lo conveniente se difumina, confundiendo mérito con privilegio, picardía con inteligencia, abuso con astucia.

Ahí emerge el daño más grave y silencioso: el daño intergeneracional. La corrupción no destruye solo presupuestos o instituciones: destruye símbolos, y los símbolos son los cimientos invisibles de toda nación. Los niños aprenden más de los hechos que de los discursos. Si observan que el corrupto asciende y el honesto queda atrás; que el que roba desde el Estado se enriquece; que quien cumple la ley es “ingenuo”, entonces el modelo simbólico queda instalado, y con él la aceptación social de la irregularidad. Una generación que aprende a normalizar la corrupción perpetúa la decadencia.

Una nación que premia la picardía forma ciudadanos sin ciudadanía. Jóvenes que creen que saltar la norma es audacia. Niños que incorporan la corrupción como método de ascenso social. Ese daño no se repara en una generación: se hereda. La corrupción produce pobreza moral, y la pobreza moral produce pobreza material. ¿Cómo se reconstruye un país cuando quienes deberían sostenerlo modelan desde la cuna la indiferencia hacia la ley y la ética?

Sin embargo, incluso en este panorama oscuro hay un principio que no muere: la integridad. Aún existen ciudadanos, jueces, abogados y servidores públicos que creen en el deber. Que entienden que enfrentar la injusticia exige un precio y que ese precio debe pagarse sin vacilar. Son pocos, sí, pero en la historia las minorías rectas han salvado más países que las mayorías complacientes.

Este artículo, más que un lamento, es un diagnóstico profundo: la radiografía de un país que toleró demasiado, que confundió estabilidad con resignación, y que aceptó que la decadencia se transformara en identidad. Los legisladores, al dilatar reformas y proteger privilegios, no solo han fallado en su deber: han contribuido a sembrar la cultura de impunidad que hoy nos gobierna.

Queda abierta la pregunta: ¿cuánto tiempo más puede sostenerse un país cuya legalidad está subordinada a la comodidad del poder y cuya moralidad depende de la pasividad de sus ciudadanos?

En el artículo siguiente intentaremos arrojar mayor claridad sobre el tópico expuesto, buscando acercarnos a una respuesta a esta interrogante. Lo haremos desde la reflexión serena y con la humildad de quien sabe que en la ciencia no existen verdades absolutas, sino caminos por explorar.

Continuará…

 

6 COMENTARIOS

  1. Estoy orgullosa de que todavía haya jóvenes reflexivos y dispuestos ha hacer frente a la realidad que nos toca vivir. Que cada día se formen más ,de tal manera que integren un ejército dispuesto a levantar las banderas contra esta corrupción moral que nos aqueja y sigue desgastando cada una de las instituciones de nuestra sociedad. Te felicito por el artículo. Dios te bendiga y bendiga nuestra Patria

  2. Dedicado, post mortem, al Dr. Emidio Posse Vallejo, mi tío abuelo, abogado y ex magistrado, cuya claridad, modestia y rectitud marcaron mi formación esencial en mis primeros años. Su vida enseñó que la verdadera justicia no es un ejercicio de poder, sino un deber que exige valentía y sacrificio. Me advirtió que mientras las estructuras del Estado permanezcan intactas, la justicia seguirá siendo un simulacro y la decadencia se volverá destino. Este artículo es un homenaje a su ejemplo y a su convicción de que enfrentar la injusticia siempre tiene un precio, y que ese precio debe pagarse sin vacilación.

    “La injusticia que toleras se convierte en la ley que te gobierna.” Marco Aurelio

    Hay países que no se desploman con estrépito, sino con bostezo. Caen lentamente, sin tragedias espectaculares, hasta que un día amanecen rotos sin recordar cuándo comenzó la fractura. Lo verdaderamente alarmante no es la corrupción en sí misma, sino la resignación que la rodea. La decadencia no irrumpe: se instala.

    La corrupción no necesita cañones ni ejércitos. Le basta con la indiferencia. Es un parásito que prospera en la comodidad y en la falta de coraje moral. Primero mancha, luego corroe, finalmente derrumba. Y mientras esto sucede, parte de la sociedad mira para otro lado con una mezcla de cinismo, apatía y fatalismo, como si el desgaste del país fuera un hecho inevitable, inmutable, casi natural. Montesquieu advertía que “cuando el poder se enlaza con la impunidad, la tiranía se disfraza de legalidad”. Hoy podemos verlo con claridad: las instituciones están intactas en apariencia, pero vacías de sentido y autoridad moral.

    Durante décadas, se debatió el problema de la corrupción como si fuera un asunto de individuos: “los políticos corruptos”, “los jueces vendidos”, “los empresarios oportunistas”. Esa es solo la superficie. La corrupción ha dejado de ser un conjunto de delitos aislados; se ha convertido en un ecosistema. Una máquina aceitada donde cada engranaje -político, judicial, económico, mediático y ciudadano- cumple su función en la danza de la impunidad.

    Cuando un sistema integra el delito en su lógica interna, cuando ya no solo tolera la podredumbre sino que la normaliza, la decadencia se vuelve estructural. No son manzanas podridas: es el árbol entero el que está enfermo. Y dentro de ese árbol, los legisladores ocupan un papel insoslayable: muchos, por acción o por inacción, se han convertido en cómplices estructurales del delito. Al posponer reformas esenciales o proteger zonas grises legales, actúan como autoboicots del sistema que supuestamente deberían salvaguardar. La ausencia de decisiones firmes en el Congreso, la demora crónica en actualizar el Código Penal, la tolerancia institucionalizada a la impunidad: todo ello revela que la complicidad puede ser tan dañina como la acción misma del corrupto.

    Pensemos: ¿cómo puede un país sostenerse si quienes legislan, quienes deberían blindar al Estado contra el abuso, deliberadamente postergan normas, simplifican delitos, suavizan penas y justifican indulgencias? Es una traición silenciosa que mina la legitimidad de las instituciones y envía a la sociedad un mensaje devastador: la corrupción es rentable, y el Estado protege a quienes lo saquean. Tocqueville lo señalaba con claridad: las democracias no caen por enemigos externos, sino por la decadencia interna de sus ciudadanos, inducida a menudo por la misma indiferencia de quienes detentan el poder.

    Las penas ridículas para delitos como cohecho, prevaricato, abuso de autoridad o administración fraudulenta no son casualidades técnicas. Son pactos tácitos de autoprotección. Son mensajes que dicen: “Puedes saquear, puedes abusar, nadie te tocará.” Y mientras los corruptos actúan con impunidad, la sociedad observa y aprende. La corrupción no necesita que todos sean corruptos, solo que los decentes sean pasivos.

    La pasividad social es la mayor aliada de esta decadencia. Cada “no es tan grave”, cada “siempre fue así”, cada “es un mal necesario” fortalece el tejido de la impunidad. El deterioro moral sigue un patrón: primero se tolera, luego se normaliza, después se justifica y finalmente se defiende. Y en ese punto, la línea entre lo correcto y lo conveniente se difumina, confundiendo mérito con privilegio, picardía con inteligencia, abuso con astucia.

    Ahí emerge el daño más grave y silencioso: el daño intergeneracional. La corrupción no destruye solo presupuestos o instituciones: destruye símbolos, y los símbolos son los cimientos invisibles de toda nación. Los niños aprenden más de los hechos que de los discursos. Si observan que el corrupto asciende y el honesto queda atrás; que el que roba desde el Estado se enriquece; que quien cumple la ley es “ingenuo”, entonces el modelo simbólico queda instalado, y con él la aceptación social de la irregularidad. Una generación que aprende a normalizar la corrupción perpetúa la decadencia.

    Una nación que premia la picardía forma ciudadanos sin ciudadanía. Jóvenes que creen que saltar la norma es audacia. Niños que incorporan la corrupción como método de ascenso social. Ese daño no se repara en una generación: se hereda. La corrupción produce pobreza moral, y la pobreza moral produce pobreza material. ¿Cómo se reconstruye un país cuando quienes deberían sostenerlo modelan desde la cuna la indiferencia hacia la ley y la ética?

    Sin embargo, incluso en este panorama oscuro hay un principio que no muere: la integridad. Aún existen ciudadanos, jueces, abogados y servidores públicos que creen en el deber. Que entienden que enfrentar la injusticia exige un precio y que ese precio debe pagarse sin vacilar. Son pocos, sí, pero en la historia las minorías rectas han salvado más países que las mayorías complacientes.

    Este artículo, más que un lamento, es un diagnóstico profundo: la radiografía de un país que toleró demasiado, que confundió estabilidad con resignación, y que aceptó que la decadencia se transformara en identidad. Los legisladores, al dilatar reformas y proteger privilegios, no solo han fallado en su deber: han contribuido a sembrar la cultura de impunidad que hoy nos gobierna.

    Queda abierta la pregunta: ¿cuánto tiempo más puede sostenerse un país cuya legalidad está subordinada a la comodidad del poder y cuya moralidad depende de la pasividad de sus ciudadanos?

    En el artículo siguiente intentaremos arrojar mayor claridad sobre el tópico expuesto, buscando acercarnos a una respuesta a esta interrogante. Lo haremos desde la reflexión serena y con la humildad de quien sabe que en la ciencia no existen verdades absolutas, sino caminos por explorar.

    Continuará…

    1 COMENTARIO
    María Marta PosseMaría Marta Posse 22 de noviembre de 2025 En 11:59
    Estoy orgullosa de que todavía haya jóvenes reflexivos y dispuestos ha hacer frente a la realidad que nos toca vivir. Que cada día se formen más ,de tal manera que integren un ejército dispuesto a levantar las banderas contra esta corrupción moral que nos aqueja y sigue desgastando cada una de las instituciones de nuestra sociedad. Te felicito por el artículo. Dios te bendiga y bendiga nuestra Patria

  3. Una valiente invitación a dejar de ser súbditos y asumir nuestra responsabilidad de ciudadanos, para poner fin a esa infección purulenta que corroe nuestro país y lo degrada día a día.

  4. Quienes deberían blindar..
    La.pasividad…
    Que dupla! De 1 lado del otro… Cuesta leer lo q tiene auto evidencia porque es doloroso q lo propio amado -de no cambiar el rumbo- se dirige al suicidio con la desesperanza callada q lo impregna hace rato. Pero mientras haya vida hay gente como vos, buscadores q iluminan a los q queremos encontrar remedios, y reconectarnos con la li das Argentina que podría ser. Gracias!!

  5. Gracias por tus palabras, eduquemos en ls conciencia crítica y contra toda forma de totalitarismo. Son tantas las pruebas de la corrupción, que es atacada la realidad como relato.
    Aferrémonos a la verdad y seremos libres de adoctrinamiento.
    Aferrémonos a la Democracia y legislemos en tiempo presente.
    En Diciembre todo esto mejorará, y sin embargo no seremos indiferentes. Seguiremos educando en valores. Gracias

  6. La verdad siempre marca la diferencia, relatos engañosos que solo confunden a los que poco conocen. Plan destructivo muy elaborado, nos dejaron en absoluto estado de indefensión, caldo de cultivo. Gracias por tantas reflexiones transparentes, donde se reflejan las verdades que intentaron ocultar.

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