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La industria del juicio

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Por Enrico Colombres.

En la Argentina contemporánea se ha vuelto habitual que ciertos discursos, impulsados desde sectores de poder político, económico y mediático, operen como dispositivos de domesticación social. Uno de los más eficaces como contemporáneos es el de la supuesta “industria del juicio”. De repente, influencers, funcionarios y opinologos improvisados repiten de manera casi coreográfica un mantra, el trabajador es el responsable del estancamiento productivo, de la falta de inversiones y del cierre de empresas. Este invento deliberado del eje causal no es casual; es funcional. Se ha construido un enemigo simbólico que permite ocultar la verdadera naturaleza del colapso económico actual.

Para quienes trabajamos en el campo jurídico, la evidencia empírica es incontrastable. En Argentina existen alrededor de veinte millones de personas en condiciones laborales efectivas reales. De ese universo, aproximadamente la mitad está fuera de toda registración formal. Diez millones de trabajadores sumergidos en un régimen de informalidad estructural que viola derechos elementales. Sin embargo, en 2024 se iniciaron alrededor de cien mil acciones laborales. Cien mil, frente a diez millones de situaciones potencialmente litigables. La proporción es tan ínfima que destruye de raíz la narrativa de una litigiosidad descontrolada. Si verdaderamente existiera una “industria”, los juzgados laborales estarían desbordados por millones de expedientes. No por unas pocas decenas de miles.

La evidencia que originó esta reflexión lo explica de forma directa, la enorme mayoría de quienes trabajan no quiere iniciar un juicio. No es por desinterés, ni por ingenuidad, ni por benevolencia. Es por miedo. Miedo a la represalia, a la estigmatización, al desempleo permanente en un mercado laboral cada vez más precarizado y escaso en plazas. Miedo a quedar marcado como “conflictivo”. El trabajador argentino litiga únicamente cuando ya no tiene margen de acción, cuando la injusticia es evidente y cuando la ruptura del vínculo laboral lo obliga a defender lo poco que tiene. Esa es la verdad que cualquier análisis serio reconoce, aunque el relato oficial intente borrarlo del mapa.

Si este país padeciera una “industria del juicio”, el conflicto sería otro, estaríamos analizando la saturación del sistema. Pero no. El conflicto real es la negación sistemática de derechos laborales en un contexto económico que se desmorona. La consigna de la industria del juicio funciona como un biombo, una cortina de humo diseñada para invisibilizar la destrucción de la estructura productiva nacional.

Hoy la Argentina atraviesa un proceso de desindustrialización acelerada. Se multiplican los cierres de empresas, tanto multinacionales, que se van del país por falta de rentabilidad, como pymes que son las que sostuvieron históricamente el entramado económico del país. Las importaciones indiscriminadas no son una política comercial; son un torniquete que asfixia la producción local. En lugar de planificar, se desmantela. En lugar de proteger, se entrega. En lugar de generar condiciones para el empleo, se destruyen las fuentes de trabajo existentes. La ecuación es tan absurda que merece ser formulada con toda crudeza, ¿cómo se supone que se generará empleo destruyendo el ecosistema que lo hace posible?

El relato oficial promete inversiones que llegarán cuando se “libere” al mercado laboral de las cargas que supuestamente lo tornan inviable. Pero la economía no funciona con deseos ni con consignas. Funciona con estructuras, incentivos, mercados internos robustos y confianza en la estabilidad jurídica. A ningún inversor serio le resulta atractivo un país que destruye su industria nacional y empobrece su mercado interno (con ciertas excepciones evidentes). La apertura comercial indiscriminada es compatible con modelos económicos basados en manufacturas de punta o en niveles salariales extremadamente bajos. Argentina no pertenece a ninguno de esos grupos. La apertura sin estrategia solo produce una consecuencia, la demolición de su aparato productivo nacional.

Mientras las pymes cierran, las fábricas se vacían y los comercios bajan sus persianas, el gobierno hace equilibrio sobre una combinación explosiva de malestar social y precarización laboral. Es como hacer malabares con nitroglicerina. Tarde o temprano, algo va estallar. La historia argentina es pródiga en ejemplos de lo que ocurre cuando se rompe el equilibrio social entre capital y trabajo. Y no existe reforma laboral alguna que pueda evitar el conflicto cuando la injusticia se naturaliza desde arriba.

Desde una perspectiva empática de sentido común, no es difícil identificar el mecanismo discursivo que opera aquí. Se construye una explicación causal invertida. La crisis económica no se debe a políticas erráticas, ni al endeudamiento, ni a la fuga de capitales, ni a la destrucción del mercado interno. Se debe, según este relato, a los trabajadores que reclaman. La imputación de responsabilidad al eslabón más débil del sistema es una estrategia clásica en procesos de disciplinamiento social. El trabajador es interpelado como amenaza. El Estado se corre. El mercado dicta las reglas. Lo público es reemplazado por lo empresarial. Y el conflicto, lejos de resolverse, se agrava.

Lo más preocupante es que gran parte de la población replica esta narrativa sin contrastarla con la realidad. Trabajadores informales, precarizados, mal remunerados, repiten que los juicios laborales destruyen empresas. Esa es la eficacia más profunda del discurso dominante, logra que quienes sufren las consecuencias del modelo económico se conviertan en defensores de quienes lo imponen. La colonización simbólica e idolologica es tan contundente que muchos trabajadores terminan culpando a otros trabajadores de un sistema que los perjudica a todos.

A nivel jurídico, la discusión es todavía más absurda. Existen mecanismos para reducir la litigiosidad sin recortar derechos. Existen sistemas de seguros laborales, tribunales especializados, cuerpos técnicos imparciales y procesos administrativos previos que garantizan celeridad y equilibrio. Nada de esto requiere flexibilizar, precarizar o desproteger. Requiere voluntad política, profesionalización institucional y un Estado activo. Pero la reforma que se impulsa no va en esa dirección. Va hacia la reducción de garantías, hacia la transferencia de riesgos al trabajador, hacia la disminución del costo laboral sin análisis de impacto productivo. Se trata de un ajuste encubierto bajo la retórica de la modernización.

La pregunta es entonces inevitable, ¿cuánto tiempo puede sostenerse este modelo sin que la conflictividad social se dispare? La respuesta, si uno observa la historia laboral argentina, es clara, no mucho. Cuando se vulneran derechos adquiridos, cuando se degrada la negociación colectiva, cuando se empobrece al trabajador y cuando se destruye la industria nacional, el estallido es cuestión de tiempo. Ninguna sociedad soporta indefinidamente un modelo que le exige siempre a los mismos. Y menos una sociedad como la argentina, donde la tradición de lucha, organización y resistencia forma parte constitutiva de su identidad.

El discurso de la industria del juicio cumple una función política precisa. No busca describir una realidad. Busca justificar una reforma laboral regresiva. Busca disciplinar. Busca preparar el terreno para la pérdida de derechos. Pero la operación es tan burda que solo se sostiene en la repetición incesante de una mentira estratégica. Porque la verdad es molesta, el verdadero problema no son los juicios laborales, es la falta de medidas productivas, económicas que propicien generar empleo registrado y favorecer a las pymes con estas políticas. El verdadero problema será la destrucción del trabajo y sus derechos.

La Argentina necesita un debate serio, con datos, con rigurosidad teórica y con perspectiva histórica. No necesita consignas vacías ni enemigos imaginarios. Necesita reconstruir su estructura productiva, fortalecer su mercado interno, incentivar la formalización laboral y consolidar un marco protector que dé seguridad tanto al trabajador como al empleador. No hay crecimiento posible sin justicia social. No hay desarrollo posible sin industria. No hay futuro posible sin trabajo digno.

El gobierno actual parece empeñado en insistir con un experimento que ya fracasó en el pasado. Pretende disciplinar al trabajador mientras la economía se derrumba. Pretende atraer inversiones mientras el mercado interno se contrae. Pretende generar empleo destruyendo las condiciones que lo hacen viable. Es un contrasentido tan evidente que solo se sostiene mediante el blindaje discursivo. Pero los discursos no generan trabajo. Los discursos no producen riqueza. Los discursos no sostienen un país cuando la realidad lo golpea de frente.

Por eso es necesario decirlo con todas las letras. En Argentina no existe ninguna industria del juicio, solo unos cuantos vivos mal intencionados y algunos tantos caranchos. Lo que existe es una industria del verso. Una maquinaria discursiva que pretende convencernos de que el problema somos nosotros los trabajadores. Pero con el pueblo no se jode. Y tarde o temprano, la realidad termina imponiéndose sobre cualquier relato, vaisese maestro.

 

3 COMENTARIOS

  1. Excelente articulo que en forma brillante desacredita ese lugar común instalado desde el poder para convencer al gran público de que el problema son de las y los trabajadores y no la supremacía de la especulación financiera que mata la producción genuina que es la que conduce al progreso económico. El sueño de oligarquía y los grandes grupos económicos es el de liquidar los derechos de los y las trabajadoras para tener mano de obra esclava. Lo dijo sin ponerse colorado en un reportaje el que fuera Ministro de la producción en el desgobierno de Macri. Es bueno que un jurista como vos argumente en contra de ese malicioso lugar común tan de moda en épocas de la post verdad. Los datos que aportas a tu argumentación son sólidos e irrefutables Te felicito desde mi humilde lugar profano de una profe de Letras .

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