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El país que castiga lo que no cuida

Publicado el

Por Fabricio Falcucci.

Demagogias del orden y las ficciones morales que nos sostienen.

Introducción

Esta semana leí -cautivado- tres libros de César González. El niño resentido, El Rengo Yeta y Crónica de una libertad condicional. Obras que deberían circular en las mesas de discusión sobre seguridad tanto como los informes técnicos, pero que extrañamente son evitadas por quienes se llenan la boca hablando de juventud peligrosa. En esos textos González desarma, con una lucidez brutal, la coreografía de hipocresías que sostiene el discurso del castigo. No escribe sobre delincuentes juveniles. Escribe sobre chicos sobrevivientes. Sobre el Estado que llegó tarde o nunca. Sobre la sociedad que exige disciplina sin haber ofrecido cuidado. El impacto fue inmediato. Los tres libros me obligaron a esta reflexión que pretende denunciar el espejismo del populismo punitivo que vuelve, una y otra vez, a instalarse como respuesta automática frente a la desigualdad que nadie quiere mirar de frente.

El eterno retorno del punitivismo argentino

La Argentina es un país que repite debates como si fueran mantras. Cuando la crisis golpea, cuando sube el dólar, cuando la política no encuentra rumbo, aparece la tentación de la dureza penal. La idea sostiene que, si se encarcela más, si se encarcela antes, si se encarcela de manera meticulosa y casi terapéutica, entonces la sociedad será más segura. Una fantasía que se repite desde los años noventa y que se fortalece en cada ola de ansiedad social.

David Garland analizó este fenómeno en el Reino Unido y en Estados Unidos y lo llamó la cultura del control. Una maquinaria que ofrece gestos de firmeza que tranquilizan a quienes sienten miedo, aunque no solucionen nada. Loïc Wacquant fue aún más directo cuando definió la penalidad contemporánea como una gestión de la miseria. No se castiga para reducir el delito. Se castiga para ordenar simbólicamente el caos que produce la desigualdad. Y en Argentina esa operación toma la forma de un ritual repetido. El adolescente pobre, casi siempre varón y casi siempre moreno, se convierte en la pantalla donde se proyectan angustias que no provienen del delito juvenil sino de la precarización generalizada.

El populismo punitivista argentino funciona como placebo emocional. La clase media lo compra porque promete una especie de orden mágico que le permita dormir tranquila sin preguntarse por el origen real del conflicto social. Esa misma clase media mira para otro lado cuando se señalan los barrios sin agua potable, las escuelas que se caen a pedazos o el desempleo juvenil. Prefiere creer que todo se explica por falta de límites familiares o por fallas morales individuales. La realidad es más incómoda. El castigo funciona mejor cuando la pobreza se mantiene donde siempre estuvo.

Lo que nos enseñan las teorías de la pena

La discusión pública suele reducir el derecho penal a una consigna moralista. Sin embargo, detrás de cada reforma punitiva hay teorías que llevan siglos de debate. Claus Roxin explicó que la pena puede justificarse por prevención general o por prevención especial. La primera intenta persuadir a la sociedad mediante el temor. La segunda pretende intervenir sobre el condenado para que no reincida. Ninguna de las dos funciona cuando el Estado fracasa en garantizar escolaridad, vivienda y salud.

La prevención general negativa sostiene que la amenaza del castigo disuade el delito. Los datos empíricos muestran lo contrario. El endurecimiento de penas en América Latina no generó descensos sostenidos en la criminalidad juvenil. La prevención general positiva, que intenta reforzar normas mediante consenso social, es aún más débil en contextos de desigualdad extrema. ¿Qué consenso puede construir un Estado que nunca estuvo presente en la infancia de quienes luego acusa de peligrosos?

Michel Foucault enseñó que el castigo es también un dispositivo de disciplina, una forma de producir cuerpos dóciles que encajen en el orden social. El problema argentino es evidente. Se pide disciplina a jóvenes que crecieron sin instituciones que los sostuvieran. Eugenio Raúl Zaffaroni profundizó esa crítica al mostrar cómo el sistema penal latinoamericano no selecciona conductas delictivas sino poblaciones indeseadas. En ese marco, hablar de imputabilidad es casi un acto de mala fe. No se está discutiendo sobre responsabilidad penal, sino sobre quiénes cargan con las marcas de la desigualdad.

Nils Christie escribió que el castigo funciona como una industria que necesita clientes. En Argentina, los menores pobres parecen ser el recurso renovable de esa lógica. Alessandro Baratta propuso que el derecho penal es un instrumento selectivo que protege más a quienes menos lo necesitan. El debate sobre la edad de imputabilidad confirma esta tesis. No se habla de los adolescentes de barrios acomodados. No se habla de los que acceden a salud mental privada. Se habla de los de siempre.

Cada vez que se endurecieron las penas en Argentina ocurrió lo mismo

La historia local muestra que cada ola punitiva tuvo resultados idénticos. Aumentaron las penas, se expandió la cárcel, se multiplicaron los titulares, pero la inseguridad no disminuyó. En los años noventa se crearon figuras agravadas y se endurecieron escalas. Entre 2004 y 2017 se repitió el proceso en silencio, entre reformas dispersas y debates sobre inseguridad que funcionaron como combustibles políticos. Nada cambió salvo el tamaño de la población encarcelada.

El delito juvenil se mantuvo relativamente estable, según todos los informes oficiales, a pesar de los discursos de catástrofe moral que reproducen medios y políticos. Cuando en 2017 se intentó avanzar con la baja de la edad de imputabilidad, los organismos especializados —UNICEF, CIDH, universidades públicas, equipos de investigación— mostraron evidencia concluyente. La medida no reduce el delito y sí aumenta la exclusión.

La repetición obsesiva de esta propuesta revela su naturaleza simbólica. El objetivo no es resolver la inseguridad. El objetivo es calmar la ansiedad social. En países con mejor desempeño en seguridad, como Portugal, Francia o Alemania, las reformas penales se acompañaron de inversión educativa y programas juveniles que redujeron la reincidencia. En Argentina preferimos la alquimia punitiva. Ajustamos penas como quien ajusta perillas en un equipo viejo que nunca funcionó.

La hipocresía de un sistema de menores abandonado

Los institutos de menores argentinos funcionan mal y decir eso es una cortesía. Informes de la Procuración Penitenciaria y de organismos internacionales expertos describen un sistema que combina violencia institucional, precarización absoluta y falta de profesionalización. Edificios deteriorados, talleres suspendidos, ausencia de proyectos educativos, castigos informales, rotación interminable de personal. El encierro juvenil no resocializa. Apenas gestiona cuerpos. Apenas administra el tiempo muerto de la exclusión.

Foucault explicó que las instituciones totales producen sujetos obedientes, no ciudadanos autónomos. En Argentina producen frustración y rencor. Los países que lograron reducir el delito juvenil apostaron a programas de acompañamiento comunitario, mediación, educación permanente y justicia restaurativa. Aquí seguimos creyendo que encerrar adolescentes es una estrategia de política pública.

Zaffaroni suele repetir que la cárcel no resuelve delitos. Produce delincuentes. La evidencia empírica local lo ratifica. Estudios del Ministerio Público de la Defensa de la Nación mostraron que la mayoría de los adolescentes privados de libertad salen sin haber completado estudios básicos ni haber recibido intervenciones socioeducativas significativas. La pregunta es sencilla: si el sistema de menores ya es un desastre, qué sentido tendría incorporar a niños aún más pequeños.

La desigualdad que nadie quiere mirar

El derecho penal se convirtió en Argentina en una especie de tótem moral. Un objeto al que se le rinde culto porque promete orden. Pero el problema no es moral. Es estructural. La desigualdad se profundiza, la escolaridad se rompe, la informalidad laboral y la delincuencia consume el futuro de miles de adolescentes. La clase media prefiere creer que el peligro está afuera, en una juventud sin principios, sin respeto y sin límites. En realidad, el peligro está adentro. Está en la incapacidad colectiva de admitir que la exclusión es primero el verdadero crimen.

Veamos: Garland explica que el castigo moderno cumple funciones expresivas. Permite canalizar frustraciones. Roxin advierte que la pena sólo puede justificarse en un Estado que garantice condiciones materiales mínimas. Zaffaroni recuerda que el poder punitivo castiga más donde el Estado social retrocede. Wacquant demuestra que la penalidad se expande cuando el bienestar se contrae. Todo apunta a lo mismo: el debate sobre la imputabilidad juvenil es, en verdad, un espejo que refleja la pobreza que no queremos nombrar.

La Argentina se indigna ante adolescentes que cometen delitos, pero rara vez se indigna ante los presupuestos educativos recortados, los barrios sin urbanización, la precariedad laboral que atraviesa a la mitad de los jóvenes. La demagogia social reemplaza políticas con castigos. Y así seguimos. Con discursos grandilocuentes sobre orden y seguridad, mientras se multiplican las infancias que crecen sin oportunidades reales.

En conclusión

César González escribió sobre la tristeza de los pibes etiquetados como peligrosos. Lo hizo con una honestidad que incomoda. En sus libros aparece la pregunta que la clase media argentina evita hacerse. No es qué hacer con los jóvenes que delinquen. La verdadera pregunta es qué hicimos con ellos antes de que llegaran a ese punto.

Cada vez que se propone bajar la edad de imputabilidad se vuelve a repetir la misma farsa. No estamos discutiendo seguridad. Estamos discutiendo cómo gestionar los efectos de una desigualdad estructural que seguimos enterrando bajo capas de discursos punitivos. Es más fácil endurecer penas que construir oportunidades. Más fácil culpar a un adolescente que revisar la estructura social que lo dejó al borde. González lo entendió desde adentro. Nosotros lo miramos desde afuera. Y preferimos creer que el problema está en los chicos, no en el país que construimos para ellos.

La demagogia del castigo ofrece soluciones inmediatas que tranquilizan conciencias. La igualdad ofrece transformaciones lentas que requieren sacrificios. La elección es obvia para una sociedad que quiere dormir sin pesadillas. Pero hay un dato inevitable. Los chicos que hoy tememos son los chicos que ayer dejamos solos. 

Y por más castigo que inventemos, no habrá sistema que pueda reparar una infancia que el Estado y la sociedad decidieron abandonar sin remordimiento, sin comprender que su cuidado y su futuro no son un gesto de buena voluntad, sino una responsabilidad colectiva.

 

7 COMENTARIOS

  1. Excelente columna Fabri.
    La inseguridad juvenil no se resuelve bajando la edad de imputabilidad, sino enfrentando la desigualdad estructural que produce exclusión, frustración y violencia.

  2. Lo terrible es usar un sistema de excepción, y que está en contra de la libertad como es el sistema punitivista del Estado, para buscar imagen política positiva. A la vez, no buscamos solucionar el problema desde su raíz, sino como dice lo que hoy es un proverbio: «atar todo con alambre». Excelente artículo Fabricio

  3. Orden mágico que no cuestiona el origen real del conflicto social. Wow 🧐 tan real. Estamos educados a señalar. Sin ver trasfondos.
    Conozco un caso en particular lo encerraban cada quince días el tipo feliz estaba con las chicas(14 años. De edad) entraba por una puerta salia por la otra previo pago de papa.- las chicas les cocinaban veían la novela etc. Hoy adulto no tiene profesión más que delinquir. Dos perspectivas: el estado no estuvo para re crear su mente. Madre ausente(lo abandono de bebé) padre que apaño su comportamiento.
    No existen programas de reinserción . Un caso de
    Hace días una chica 19 años embarazada a las 18 le dieron la salida de la acogida social por abandono de sus padres . Sin casa sin trabajo marginada por ser mujer preñada robusta morena y prácticamente analfabeta. Desigualdad? Puff a montón!.
    a los gobiernos de turno les conviene tener en la marginalidad y en el No razonamiento a la mayoría de la población para que cuando desparramen purpurina » crean» que todo va a mejorar. Y al que piensa y razona se lo tilda de revolucionario opositor y complicado.

  4. Muy buen artículo Fabricio. El tema crucial es la educación, armar una estrategia para darles a esos pibes una esperanza, un futuro. Obviamente hay temas estructurales que no se solucionan porque no le es conveniente al sistema político que se aprovecha de los excluidos para consolidarse en el poder. Abrazo

  5. Excelente el artículo profe ,una vez más acusándome admiración por ciertos temas que nadie toca o expone con claridad,haciendo un llamado de reflexión , la pobreza, el abandono estatal y la desigualdad son las causas principales del delito juvenil, no la “maldad” o “falta de límites” como repiten ciertos discursos mediáticos.
    Mi visión es que el texto acierta en algo clave, La sociedad exige disciplina, pero no ofrece cuidado.
    Se quiere castigar a quienes nunca tuvieron acceso a educación continua,salud,oportunidades laborales,
    contención familiar,espacios recreativos o culturales,políticas públicas de integración.
    El artículo también es valioso porque desmonta una mentira muy instalada,
    endurecer penas no mejora la seguridad, solo genera una sensación falsa de control.
    Otra idea poderosa es que el castigo funciona simbólicamente para sectores medios ,calma miedos, pero sin resolverlos. El costo lo pagan siempre los mismos jóvenes, los más vulnerables.
    Finalmente, es muy cierto lo que plantea el cierre
    Los adolescentes que hoy se criminalizan fueron niños invisibles para el Estado y la sociedad.
    El castigo es la respuesta más fácil, pero también la más injusta e ineficiente.
    La pregunta no es qué hacer con los jóvenes que delinquen, sino qué se hizo (o no se hizo) con ellos desde su infancia.
    El castigo es demagogia ,da tranquilidad rápida, pero no cambia nada.
    La verdadera solución sería igualdad, cuidado y oportunidades reales.

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