Pluribus

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Por Rodrigo F. Soriano.

“Decime que es verdad, que todo va a estar bien

Que el miedo a veces queda quieto

Que no es casualidad que no quiera perder

A nada en ningún momento.

Que voy a poder ver que todo va a estar bien

Aunque casi ya no sé con quién hablar

Y cuándo va a pasar que por casualidad me mires

Adentro.

Y estoy empezando a creer

Y estoy empezando a creer

Que no es casualidad, que no es casualidad” 

(Louta – “Decime que no es verdad” – 2022)

Pluribus, la nueva serie de Apple TV creada por Vince Gilligan (sí, el mismo artesano narrativo detrás de Breaking Bad y Better Call Saul) se perfila ser una de las mejores de la década. La trama es caótica, distópica pero no existe ni una escena de violencia explícita. El poder y el desorden se muestra desde la amabilidad insoportable. Su capacidad de dominación no nace del miedo, sino de la felicidad.

El título no es casual. “E pluribus unum”, la frase inscrita en el Gran Sello de los Estados Unidos (ese “de muchos, uno” que también acompaña el reverso del billete de un dólar) es el punto de partida del universo de Gilligan. En Pluribus, ese “uno” es Carol Sturka (interpretada por la gran Rhea Seehorn), una autora de novelas románticas insatisfecha con su propia saga bestseller. Al mismo tiempo, el mundo se ve sacudido por una invasión extraterrestre que convierte a la humanidad entera en peones de una mente colmena… excepto a una docena de personas inmunes, entre ellas Carol.

Lo notable es que Gilligan elige un camino estético y argumental que huye del terror tradicional. El horror, acá, es amable. Todo brilla, todo funciona, todo son sonrisas. La vida parece un spa emocional permanente. Ahí empieza el malestar.

Cuando empecé a verla, inevitablemente pensé en 1984 de George Orwell. Es la comparación que cualquier lector hace casi como reflejo. Allí teníamos a Winston Smith, atrapado en un mundo totalitario gobernado por el Partido y la omnipresencia del Gran Hermano. Represión, vigilancia constante, anulación de la individualidad: el Estado como fabricante de subjetividades disciplinadas. Carol, pensé, oficiaba de Winston. Pero había algo distinto. Algo que no cerraba del todo.

En 1984, las personas no están bajo una mente colmena. Son libres —o lo creen— pero moldeadas por una maquinaria que induce a pensar, sentir y actuar del mismo modo. “Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que los demás era una reacción natural”, escribe Orwell. Cuando Winston cruza miradas con O’Brien, ambos reconocen en silencio los mismos temores, las mismas sospechas, aunque uno finja otra cosa. En Pluribus, en cambio, Carol está sola de verdad: no hay otro que le devuelva un espejo humano. Todo lo que la rodea es un simulacro amoroso. Incluso pide juntarse con aquellas personas que son inmunes al virus, y allí siente que está más sola aún.

Tampoco encaja del todo la lógica del Panóptico de Bentham. En aquel diseño arquitectónico del control, el poder se ejerce mediante la vigilancia constante, invisible, unilateral. En Pluribus, la vigilancia no se oculta: se exhibe amablemente. Todo el tiempo dejan claro que están atentos a cada necesidad de Carol. Sonríen mientras vigilan.

El giro definitivo vino cuando pensé en Un mundo feliz de Aldous Huxley. Ahí sí, ahí encontré la clave. Huxley describe una distopía donde el control social no se asegura mediante la fuerza bruta —como en Orwell— sino a través del placer, el consumismo, la distracción permanente. El poder seduce y gratifica, en un contrario sentido de la opresión el disciplinamiento. Es un poder que hace que amemos nuestra servidumbre.

Eso mismo pasa en Pluribus: la gente es amable no porque haya un mandato explícito, sino porque el germen extraterrestre funciona como una pastilla de la felicidad inoculada en la sangre. No existe el conflicto. No existen enemigos. No hay miedo. Lo insoportable es la paz.

En la obra de Orwell, la sociedad está dominada por el espíritu de la Guerra Fría: hostilidad, conflicto, bombas ficticias arrojadas por el propio Partido, un enemigo común (Goldstein), dos minutos de odio transmitidos por pantallas omnipresentes. El Ministerio de la Verdad, que en realidad es el Ministerio de la Mentira. La historia moldeada como arcilla para calzar con la ideología.

En Pluribus no hay guerras inventadas. No hay amenazas. No hay odio. Todo es servicio. Todo es disposición. Todo es disponibilidad absoluta hacia las necesidades de los once inmunes —especialmente Carol— quienes, sin quererlo, se vuelven el centro del universo. En un momento pide una bomba atómica y los demás, amables y sonrientes, aseguran que se la pueden conseguir.

Es ahí donde asoma la tesis del neoliberalismo como técnica de poder no represiva, sino permisiva y proyectiva. Lo que Byung-Chul Han llama el régimen de la positividad: un poder que no prohíbe, sino que estimula. No limita, sino que expande deseos. No corta, sino que optimiza. En Psicopolítica, Han lo dice claramente: el neoliberalismo gobierna la psiquis, no el cuerpo. Los sujetos dejan de producir objetos materiales para producir información, rendimiento, autoexplotación voluntaria.

La sociedad disciplinaria clásica —la de Foucault en Vigilar y Castigar— queda vieja. Por eso el propio Foucault, a fines de los setenta, gira hacia las formas neoliberales de gobierno y se interesa en las “tecnologías del yo”: esas prácticas mediante las cuales cada individuo se moldea a sí mismo, se optimizan, se fabrica como una obra estética. La dominación ya no es un peso externo, sino una tarea interna.

Pluribus lleva todo esto al extremo: no solo nadie reprime tus necesidades, sino que las anticipan y las cumplen. Como cuando reconstruyen un supermercado entero —en cuestión de horas— únicamente para que Carol pueda sentirse un poco mejor. Es la coronación del concepto de “Big Data amable” de Han: el poder más eficiente no es el que amenaza, sino el que acaricia.

En esa misma línea aparece su idea del panóptico digital: nadie se siente vigilado porque todos nos vigilamos solos. La sobreexposición voluntaria, la autoexplotación, la transparencia compulsiva: todo son brazos de un poder que ya no necesita torres de control. El recluso es el que enciende su propia luz.

Y la serie lo deja clarísimo en una escena magistral: Carol conversa con un ciclista, infectado por el virus. La amabilidad es tan exagerada que se vuelve terrorífica. La escena en términos de cine es espectacular: No hay cortes; no hay trucos. La tensión nace de una cortesía insoportable. El diálogo es, en realidad, una dramatización perfecta de cualquier conversación con una inteligencia artificial. Carol intenta descubrir las grietas del discurso de la mente colmena, que responde con una honestidad inmediata, sin dobleces, sin conflicto. Una amabilidad que asfixia, tensiona, y ahoga. 

Y entonces entendés: Pluribus no es una serie sobre extraterrestres. Es una serie sobre nosotros. Sobre la nueva forma de dominación que aceptamos encantados porque viene envuelta en sonrisas, en eficiencia, en disponibilidad total. Un poder que no necesita aterrorizar porque aprendió a hacernos felices.

Pluribus comienza con una idea científica, pero termina siendo metafísica. Carol no es una heroína que quiere salvar el mundo. Gilligan en este sentido se anticipa a una nueva especie de “anti-héroe”: una persona cansada, desdichada por sus propias quejas, y que ellas provienen de lo que conocemos como “las de panza llena”, porque es una insatisfacción con el mundo tal como lo conocemos por el exceso de cariño que recibe por sus obras literarias. Así, Carol es mostrada como humana: errante, insatisfecha y cansada. Tal como Byung Chul Han escribe en su tesis “Sociedad del Cansancio”.

Y aquí comienzan las preguntas: ¿Y si la paz solo se logra suprimiendo las individualidades? ¿Y si en realidad la equivocada es Carol, y debe dejarse vencer por el virus para ser feliz? ¿Y si nosotros perdemos la lucha interna, dejándonos vencer, para seguir las masas para recibir felicidad, pagando el precio de nuestra libertad?

Pluribus se atreve a sugerir que la utopía puede ser una forma de tiranía. Que una paz perfecta, sostenida por la ausencia de deseo y de contradicción, no es una conquista moral, sino una derrota espiritual. En términos hegelianos, la serie plantea la paradoja de un mundo reconciliado consigo mismo hasta el punto de la inmovilidad. La historia ya no avanza, porque el conflicto —el motor de toda conciencia— ha desaparecido. En esa quietud total, la humanidad ha dejado de ser historia y se ha convertido en sistema.

La serie es un espejo amable y, por eso mismo, brutal. Nos muestra que la dominación del siglo XXI no opera desde la represión ni desde el castigo, sino desde la sobreabundancia, el cuidado excesivo, la optimización infinita. No busca disciplinar cuerpos, sino capturar deseos. No quiere que obedezcas, quiere que estés cómodo.

Vince Gilligan, que nunca da un paso sin pensar la iluminación, el color, el ritmo y la temperatura moral de sus mundos, vuelve a leer la sociedad como un laboratorio sensorial del poder. Y lo que encuentra es inquietante: el Big Brother ya no grita. Sonríe.

Quizás el desafío de nuestra época sea, justamente, aprender a desconfiar de lo amable. Reconocer cuándo la felicidad deja de ser una elección y se convierte en un dispositivo. Preguntarnos quién tiene el control cuando todo parece perfecto. 

Es el control que nos intenta mostrar por las redes sociales. Instagram es un mundo de felicidad absoluta. Linkedin un espacio en el que todos se autorealizan. X como aquel que todos son inteligentes. Gilligan no oculta su desconfianza hacia la tecnología moderna. En su entrevista con Variety, atacó la cultura de Silicon Valley con dureza: “La inteligencia artificial es la máquina de plagio más cara del mundo. Gracias, Silicon Valley, otra vez arruinaron el planeta.”

Sin embargo, Gilligan deslizó un matiz decisivo: Pluribus no nació como un relato sobre inteligencia artificial. La idea empezó a tomar forma hace casi una década, cuando los modelos generativos todavía eran terreno de laboratorio y la conversación pública no orbitaba en torno al poder de las máquinas. Aun así —reconoce— las resonancias son imposibles de evitar: “No la concebí como una metáfora de la IA, pero entiendo perfectamente por qué se la interpreta así. La historia trata de lo que perdemos de nosotros mismos cuando todo se vuelve colectivo.”

Quizás por eso la serie funciona como una profecía involuntaria: escrita en un mundo pre-ChatGPT, pero más vigente que nunca en una época en la que los sistemas artificiales ensayan, con inquietante precisión, la imitación del alma humana.

En esa línea, el pensamiento de Gilles Lipovetsky sobre la “era del vacío” —donde el bienestar sustituye al sentido— ilumina de manera inesperada la apuesta estética de Gilligan. Pluribus lleva esa intuición al límite: una humanidad sin fricciones es, en el fondo, una humanidad sin alma. De allí que una de las líneas más potentes de Carol resuene como una advertencia: “No le pedís a un dealer que te describa su heroína.” Es decir: cuando la felicidad se vuelve un producto, dejamos de preguntarnos qué nos transforma en sujetos. Porque, al final, el verdadero terror de Pluribus no es la mente colmena. Es la posibilidad de que, en algún punto, la hayamos deseado.

2 COMENTARIOS

  1. Muy interesante artículo! No había pensado tanto en la conexión con la IA, pero es verdad! Cuando Carol pregunta a la mente colmena que pensaba de su libro y ésta se demora en contestar pensando en una respuesta “políticamente correcta” es muy de ChatGPT jajaja

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