por Enrico Colombres.
Diego Armando Maradona no murió, vivirá por siempre en el corazón de los que lo amamos. A Maradona lo dejaron morir profesionales, si se les puede llamar así a pesar de sus títulos. La debacle fue el resultado de una cadena de irresponsabilidades, de desidia médica, de oportunismo económico y de abandono efectivo por parte de quienes debían cuidar médicamente al ídolo más grande que parió la Argentina popular. No fue el corazón lo que le falló al Diego, no fue el entorno familiar, fue el sistema médico y profesional, fueron los que vieron en Diego un producto más que una persona.
Durante años, Diego fue una bandera, una causa, una certeza. Representó al pueblo argentino como nadie, con la camiseta sudada, con el barro en los botines y el pecho inflado de dignidad. Le alcanzó una pelota para enfrentarse a imperios. Desde Villa Fiorito hasta la cima del mundo, hizo del fútbol un arma política, una forma de revancha social. Jamás se calló. Denunció a la FIFA cuando era más fácil callarse, abrazó a los pueblos oprimidos, se paró del lado de los jubilados, de los trabajadores, de los olvidados. Diego era eso, pueblo puro, con su voz propia.
Fue quien, con un gol y con una obra de arte, redujo a cenizas la soberbia del imperio británico en un Mundial. La «Mano de Dios» fue el puñetazo del desclasado, el grito de los que no tenían voz. Y el segundo gol, esa obra maestra, fue la venganza poética, el baile del marginado que no necesita armas, solo talento. Maradona se gambeteó a todos, a políticos, a mafias, a periodistas serviles, a ricos y poderosos. Solo la muerte, injusta y traicionera, fue esta última vez que no la pudo gambetear. El único defensor que logró pararlo fue el que viste de negro, no tiene nombre y juega para nadie.
Y sin embargo, en sus últimos años, lo fueron perjudicando. Lo rodearon personas que no estuvieron a su altura, que no comprendieron su humanidad ni respetaron su historia. Su salud física y mental se deterioraba a la vista de todos, pero ninguno de los profesionales actuó con la responsabilidad que exigía el caso. Lo trataron como a una figura decorativa, una estatua viviente a la que se podía exhibir pero no proteger. Lo dejaron morir en una casa alquilada, sin cuidados médicos adecuados.
Solo su familia bregó por su bienestar. Sus hijos, sus hermanas y quienes realmente lo amaban, lucharon hasta el final para cuidarlo en mayor o menor medida, para preservarlo, para devolverle algo de paz. Su familia, sus hijos y sus hermanas intentaron ponerle límites al descontrol que lo rodeaba. Pero no los dejaron. Fueron desplazados, silenciados, deslegitimados por quienes veían en Diego una fuente inagotable de ganancias. Los apartaron del único lugar que les correspondía: el corazón del 10 ese hombre, su hermano, su padre, su abuelo. Las decisiones importantes pasaban por otras manos, manos interesadas, frías, que veían en Diego un negocio, no una vida. Su entorno íntimo, familiar, fue marginado del cuidado esencial. Esa es otra de las injusticias que rodean su muerte.
Y lo más doloroso es que su familia, a pesar de amarlo con el alma, confió en esos profesionales. En esos supuestos expertos que aseguraban tener las respuestas, los tratamientos, el plan para contenerlo y cuidarlo. Ellos creyeron, como uno cree cuando ama, que los médicos sabían lo que hacían. Y no. No lo sabían. No estuvieron a la altura. No cumplieron su juramento.
Mientras todo eso ocurría, el mundo seguía girando. La Selección Argentina, sin Diego en la Tierra, volvió a levantar la Copa del Mundo. El Napoli, sin su ídolo vivo, volvió a salir campeón. Como si el universo le jugara una broma cruel, los dos amores futbolísticos de Maradona alcanzaron la gloria solo cuando él ya no estaba para celebrarla. Una paradoja dolorosa, un recordatorio de que el precio de su ausencia fue demasiado alto.
Pero también, una forma de presencia. Porque a su manera, Diego estuvo. En el espíritu de Messi, en la garra de Dibu Martínez, en el amor de un pueblo que volvió a unirse detrás de una camiseta. Estuvo desde el cielo, en una canción icónica en la voz de cada argentino alentando con Don Diego y con La Tota, con la camiseta bien puesta y el puño cerrado. Y Diego va a estar en el próximo Mundial. Va a estar alentando por la cuarta, susurrándole al oído a Lionel, empujando la pelota con el alma, con la fe, con esa magia que ni la muerte te puede quitar. Y si eso ocurre, y va a ocurrir, será su sonrisa la que nos vuelva a rendir, una vez más, a sus pies.
Maradona no era solo el mejor jugador de todos los tiempos. Era una presencia. Era una fuerza de la naturaleza. Por eso su partida no se siente como una muerte más. Se siente como un desgarro colectivo, una traición histórica. Porque no murió en la cancha, donde se hubiera sentido en casa. Murió por negligencia en medio de una pandemia real de mentiras. Murió porque lo trataron como una mercancía, no como una persona. Murió porque su entorno profesional médico y legal lo abandonó cuando más lo necesitaba.
Y lo más grave es que no fue una sorpresa. Se sabía. Se veía. Se anunciaba. Y aun así, no se lo pudo salvar. Y ahora, cuando ya es tarde, todos quieren homenajearlo. Le hacen murales hiperrealistas como los de Magnasco, series, estatuas. Pero cuando había que cuidarlo, lo descuidaron. Cuando había que quererlo de verdad, lo usaron. Cuando había que protegerlo, lo expusieron y pusieron en contra de su familia, le llenaron la cabeza, los manipularon.
Sin embargo, Diego sigue vivo en cada pibe que sueña con la pelota. En cada argentino que no baja la cabeza. En cada napolitano que grita su nombre como si fuera una oración de su iglesia aún pagana. Sigue vivo en sus hijos, que no se cansan de defender su memoria. En sus hermanas, que lloran en silencio al hombre detrás del mito. En el pueblo, que lo amó sin condiciones.
Porque Maradona fue amado. De verdad. Con devoción. Con ternura. Con orgullo. Y también con dolor. Fue amado por quienes vieron en él una esperanza y una alegría inolvidable. Y fue ese amor el que hizo que su figura creciera más allá de la cancha. El amor de su gente, de su sangre, de sus hijos que no pudieron salvarlo, pero lo intentaron y no dejaron que nadie lo olvide.
Un periodista alguna vez dijo: “No me importa lo que Maradona hizo con su vida. Me importa lo que hizo con la mía”. Y eso es lo que cuenta. Porque Diego no fue un santo, pero fue un símbolo. No fue perfecto, pero fue inmenso. Es eterno e inolvidable.
Entonces, ahora que está ausente físicamente, las preguntas se vuelven urgentes: ¿Tiene que morirse un ídolo para que lo respeten? ¿Hay que estar muerto para que el amor sea legítimo? ¿Quién se hace cargo del descuido? ¿Quién les devuelve a sus hijos su padre, a sus hermanas su hermano, a sus nietos su abuelo y el tiempo perdido con él a su lado? ¿Quién limpia la mancha del abandono médico?
Porque Diego no pudo defenderse en el final. Pero nosotros sí podemos honrarlo. No con estatuas. No con frases vacías. Con memoria. Con justicia real. Y, sobre todo, con una certeza:
¡La pelota no se mancha! ¡El grito ya no es de gol, es de justicia!