por Rodrigo F. Soriano.
En la actualidad, los desarrollos en inteligencia artificial generativa han provocado un punto de inflexión en la manera en que entendemos la creatividad. Durante décadas, el consenso académico sostuvo una definición funcional: para que un producto sea considerado creativo debe ser original y eficaz. Esta concepción –denominada “definición estándar”– se remonta a trabajos seminales de Barron (1955) y Stein (1953), y ha sido ampliamente utilizada en el campo de la psicología, el arte, la educación e incluso el derecho. Sin embargo, su suficiencia se ve interpelada ante la creciente capacidad de las máquinas para producir resultados que cumplen con dichos criterios.
Mark Runco, una de las voces más autorizadas en la materia, propone en sus artículos recientes (2023) una reformulación. Sostiene que la creatividad auténticamente humana no se agota en la originalidad ni en la utilidad del producto final, sino que exige también sorpresa, autenticidad e intencionalidad. Estos elementos, que hasta ahora parecían obvios en la producción creativa humana, resultan imposibles de atribuir a una inteligencia artificial sin incurrir en un acto de antropomorfización.
Aquí se plantea un dilema interesante: si juzgamos a la creatividad solo por sus productos, entonces deberíamos aceptar que las IAs son creativas. Pero si valoramos el proceso, la motivación, la expresión subjetiva y la autoconciencia del creador, entonces nos enfrentamos a una pseudo creatividad, o, en palabras de Runco, una «creatividad artificial».
La atribución de intenciones a las máquinas no es un fenómeno nuevo. Desde la retórica (hipálage) hasta la psicología cognitiva (antropomorfización), sabemos que los seres humanos tendemos a proyectar atributos humanos sobre sistemas que muestran un mínimo de agencia aparente. Esto, sumado al lenguaje convincente de modelos como ChatGPT, dificulta discernir si estamos frente a un actor con agencia o a un sistema estadístico sofisticado.
En este contexto, resulta relevante recuperar teorías como la de la motivación intrínseca de Amabile, la teoría de la Autodeterminación de Deci y Ryan, o el concepto de flow de Csikszentmihalyi. Todas ellas hacen hincapié en la vivencia subjetiva del proceso creativo, en la autonomía, la competencia y la conexión humana, dimensiones completamente ajenas a los algoritmos actuales.
Más aún, la autenticidad –entendida como fidelidad a uno mismo– es un componente irrenunciable de la creatividad humana. Y la sorpresa, tal como lo plantea la teoría de la bisociación de Koestler, no solo es fundamental para el humor, sino también para la ciencia y el arte. ¿Puede sorprendernos genuinamente?
En los últimos meses hemos sido invadidos por creaciones realizadas desde la IA. Se trata de los “Brian rots” es un término de la cultura digital que describe la sensación de embotamiento mental o deterioro cognitivo causado por el consumo excesivo de contenido trivial o de baja calidad en línea, especialmente en plataformas de redes sociales. En nuestros dispositivos móviles solamente veíamos tiburones con zapatillas deportivas, o aviones con cabeza de cocodrilos (que dicho sea de paso, éste último me parece el mejor) pelearse entre si con un evidente uso de la IA. La creatividad, entonces, ¿responde a una creación humana o artificial?. Creo que aún sigue siendo creación humana, porque todo partió de una idea transformada en instrucción -prompt- que dio comienzo a un mundo de posibilidades. Incluso, podríamos entenderla como un paso de democratización del arte: únicamente con el uso de una IA sencilla podemos materializar en arte nuestras ideas sin mucho más esfuerzo.
Frente a este escenario, la IA no debe ser vista como una amenaza a la creatividad humana, sino como un catalizador para revisitar nuestras propias definiciones. Así como la teoría de las inteligencias múltiples de Gardner amplió la concepción de inteligencia más allá de lo lógico-matemático, hoy se nos impone el desafío de enriquecer nuestra comprensión de la creatividad.
La inteligencia artificial nos invita a distinguir entre creación auténtica y simulación funcional. Esa distinción, lejos de ser meramente semántica, implica consecuencias éticas, jurídicas y filosóficas profundas. Tal vez, el mayor aporte de la IA a la creatividad no sea el producto que ofrece, sino el espejo que nos coloca delante.