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Aquel Frankenstein que fui ayer

Publicado el

por Ian Turowski. 

No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.

Frank Kafka – Consideraciones del amor, el pecado y el camino verdadero.

A lo largo de mi vida fui creciendo sin poder darme cuenta de qué era lo que pasaba conmigo, qué era lo que no me dejaba en paz o por qué siempre sentía tan intensamente las cosas… sobre todo las emociones negativas, como la tristeza, el miedo o la melancolía. No pensaba en estar loco. Aunque lo que fui haciendo en ese trayecto fue una búsqueda atravesada por la locura y la desesperación. Desde niño, nunca me entendí. O, mejor dicho, nunca supe entender qué era eso que no encajaba entre mi forma de sentir y el mundo. Siempre me resultó alienante e incómoda la idea del otro frente a mi orfandad interna, y esa hipersensibilidad que se disparaba ante estímulos que me dejaban expuesto. Ocultarme de todos era —y fue— un mecanismo de autodefensa.

Con el tiempo, fui acomodándome en mi pequeña cáscara de niño, hermano mayor sin padre en casa. Durante años funcionó una imagen: la del niño-hombre, fuerte, aquel que nada lo afecta. Esa máscara me sirvió. Pero luego, en la adolescencia, empezó a hacer agua. De a poco empezó a llegar la noche y sus complementos se filtraron en mis madrugadas hasta que llegaba el día. Sin que me diera cuenta, se convirtió en una carrera contra mí mismo. Me perseguía sin alcanzarme. Lo intentaba, juro que lo intentaba, pero no podía llegar a mí.

Todo se volvió cada vez más lúgubre. Cada día era convivir con la culpa, con la palabra rota. Estar conmigo mismo era una condena silenciosa, gritos mudos que pedían ayuda de cara a la nada. Me hundía cada vez más en un espiral de dependencia. La dependencia de evadirme, de evitar reconocer quién era en realidad. No entendía cómo enfrentar lo que nunca soporté, lo que nunca acepté, lo que siempre traté de hacer pasar desapercibido entre propios y ajenos, pero sobre todo conmigo mismo. Pensaba que estaba loco. Pero no loco de manicomio: una locura alienante, la de no sentir que pertenecía a ningún lado y no poder encontrar paz con nadie ni con nada. Atrapado en medio de un pantano ácido que carcomía mis entrañas y agigantaba el vértigo estomacal cada día.

Toqué fondo. Llegué hasta los umbrales del Averno, a las escalinatas del infierno. Golpeé la puerta más veces de las que puedo recordar, casi todos los días. Pero nunca me atendieron. No sé si por castigo o por azar, pero seguía ahí, buscando mi autodestrucción como quien respira agitado, escapando de sus propios fantasmas.

Pasaron casi diez años de eso. De un letargo. De un insomnio que duró veinte en total. Y no… no se sale indemne. No se sale intacto de la desesperación, del egocentrismo, de la obsesión. Cuando se instala, te despersonaliza. Lo que puedo decir ahora, con cierta distancia, es que la única manera de volver de la locura fue aceptar que es más fuerte que yo. Que no la voy a vencer. Que tampoco voy a volverla mi amiga.

Solo puedo aprender a convivir con ella. Que no me dañe —o que me dañe lo menos posible—. Que no me arrastre. Y en esa convivencia tensa, incómoda, muchas veces dolorosa, voy todos los días sosteniendo mi vida, mi familia, mis dos hijos que nacieron sin conocer aquel Frankenstein que fui en el ayer.

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