por Gabriela Agustina Suárez.
¿Merecer o recibir?
En el siglo XXI, la meritocracia se ha convertido en uno de los pilares discursivos más influyentes de la vida pública. Políticos, empresarios, medios de comunicación y sistemas educativos insisten en una idea poderosa y seductora: en una sociedad justa, cada quien debe recibir lo que merece según su esfuerzo, talento y dedicación.
Este principio promete igualdad de oportunidades, movilidad social y reconocimiento individual. Pero, ¿qué ocurre cuando los resultados no reflejan el esfuerzo? ¿Es posible construir un sistema verdaderamente equitativo en un mundo atravesado por profundas desigualdades estructurales?
Detrás del relato meritocrático se esconde una tensión no resuelta: entre la aspiración de justicia basada en el mérito y la realidad de condiciones iniciales profundamente desiguales. ¿De verdad todos partimos del mismo lugar? ¿De verdad el esfuerzo individual alcanza?
La noción de que cada persona debe ocupar el lugar que le corresponde según sus capacidades tiene raíces antiguas. En La República, Platón sostiene que la justicia social se logra cuando cada individuo cumple la función para la cual está naturalmente predispuesto: los sabios gobiernan, los valientes protegen, los trabajadores producen. Si bien no habla de “mérito” en términos modernos, su propuesta prefigura un orden social basado en la aptitud individual más que en la herencia.
En otra tradición, Confucio afirma que el gobierno debe estar en manos de los virtuosos y sabios, no de quienes simplemente nacieron en posiciones privilegiadas. Esta visión influyó en el sistema de exámenes imperiales en China, un modelo temprano de ascenso social basado en el desempeño académico. En este marco, se promueve una meritocracia moral, donde el conocimiento, la disciplina y la ética determinan el acceso al poder.
Ya en la modernidad, el filósofo liberal John Locke introduce un principio clave: el trabajo transforma la naturaleza y genera propiedad legítima. Así, quien se esfuerza, innova o mejora un bien tiene derecho a apropiárselo. Esta idea, central en el pensamiento capitalista, sostiene que el mérito personal es la fuente legítima de riqueza y posición social. El éxito económico sería, entonces, consecuencia natural del esfuerzo.
Estas tres perspectivas —platónica, confuciana y liberal— confluyen en un ideal meritocrático que estructura buena parte de las democracias modernas: el linaje ya no debería definir el destino; ahora lo harían el talento y el esfuerzo.
La meritocracia como ideología dominante
En la práctica, este modelo ha influido en políticas públicas, sistemas educativos y cultura laboral. Se defiende la competencia como mecanismo justo para distribuir recursos, empleos y reconocimiento. Se asume que las sociedades deben premiar a quienes más se esfuerzan, más se educan o más innovan.
Esta narrativa ha moldeado generaciones enteras. Se promueve el trabajo duro, la superación personal y la educación como caminos hacia el ascenso social. La movilidad ascendente, en este esquema, sería no solo posible, sino esperable. Y quien no logra avanzar, queda expuesto a una lectura implícita: algo habrá hecho mal.
Pero, ¿qué pasa cuando el punto de partida no es el mismo para todos? ¿Qué ocurre cuando el esfuerzo no compensa las condiciones materiales, sociales o culturales desiguales?
El término “meritocracia” fue acuñado con tono crítico. En The Rise of the Meritocracy (1958), el sociólogo británico Michael Young imaginó una sociedad donde las posiciones sociales se asignaban según pruebas de inteligencia y esfuerzo.
Al principio, ese sistema parecía justo. Pero a medida que avanzaba la historia, se convertía en una distopía. Quienes alcanzaban el éxito se creían superiores, mientras que quienes fracasaban eran culpabilizados y despreciados. El mérito, lejos de ser una herramienta de justicia, se volvía un mecanismo de exclusión cruel.
Young advirtió algo esencial: una meritocracia extrema crea una élite cerrada, orgullosa de sus logros y ciega a sus privilegios, y una masa excluida que no encuentra legitimidad ni consuelo. El resultado no es igualdad, sino fragmentación social y resentimiento.
Estas ideas fueron retomadas por el filósofo estadounidense Michael Sandel en La tiranía del mérito (2020). En su obra, Sandel denuncia que el discurso meritocrático ha erosionado el sentido de comunidad y ha reforzado la desigualdad. Según él, las sociedades modernas promueven una lógica despiadada: si triunfás, es mérito tuyo; si fracasás, es culpa tuya.
Esta lógica genera dos consecuencias devastadoras:
Por un lado, soberbia entre los exitosos, que creen que todo lo que tienen se debe exclusivamente a su esfuerzo, inteligencia o capacidad.
Por otro lado, humillación entre los rezagados, que interiorizan el fracaso como falta de valor personal.
Sandel propone una «humildad democrática»: reconocer que los logros individuales dependen, en gran medida, de factores que no controlamos —familia, escuela, salud, estabilidad emocional, suerte— y que nadie es enteramente autor de su destino.
Desde una posición liberal igualitaria, John Rawls profundiza este debate. En Teoría de la justicia (1971), Rawls introduce el concepto de “igualdad justa de oportunidades”. Acepta que premiar el esfuerzo es razonable, pero sólo si todos parten de condiciones equitativas.
Es decir, no alcanza con valorar el mérito si algunos nacen con ventajas abismales respecto a otros. No hay justicia cuando se corre una carrera con zapatillas rotas mientras otros tienen un entrenador personal y pista profesional.
Rawls muestra que la meritocracia sin equidad previa no corrige la desigualdad: la reproduce. Por eso, plantea la necesidad de políticas que aseguren condiciones mínimas de justicia distributiva, y que protejan a los más desfavorecidos sin romantizar el sacrificio individual.
Karl Marx lleva la crítica más lejos. Para él, la meritocracia es una narrativa funcional al capitalismo: una ideología que oculta las verdaderas condiciones de explotación. En su visión, las clases dominantes naturalizan su posición privilegiada atribuyéndola al esfuerzo o al talento, cuando en realidad es fruto de un sistema que extrae valor del trabajo ajeno.
El discurso meritocrático, en esta lectura, cumple una función específica: legitimar el dominio de una clase sobre otra. No promueve justicia, sino obediencia y resignación. Quien fracasa no debe rebelarse, sino intentarlo más fuerte. Mientras tanto, las estructuras que impiden el ascenso social permanecen intactas.
Desde esta óptica, el mérito se convierte en una ilusión funcional: conveniente para quienes ya tienen poder, y desgastante para quienes luchan por alcanzarlo sin las condiciones necesarias.
La crítica al mérito no implica negar el valor del esfuerzo, la disciplina o la educación. Implica contextualizarlo. Reconocer que las condiciones de partida no son iguales y que premiar sólo el resultado individual ignora las variables estructurales.
No es lo mismo estudiar en una casa sin libros, sin comida caliente, sin silencio. No es lo mismo emprender con una red de contactos, capital inicial y estabilidad emocional. El esfuerzo existe, pero no siempre puede brillar si el entorno lo ahoga.
Por eso, muchos proponen medidas compensatorias: becas, cupos, educación pública de calidad, políticas redistributivas. No para eliminar el mérito, sino para hacerlo posible.
En definitiva, el mérito no es una mentira, pero no puede ser el único criterio para organizar la vida social. Las sociedades justas no son aquellas donde cada quien «recibe lo que merece», sino aquellas donde todos pueden desplegar su potencial sin que la cuna determine su destino.
Sostener una visión meritocrática sin revisar las condiciones de partida es, en el mejor de los casos, ingenuo; en el peor, cómplice.
La tarea es más compleja: combinar esfuerzo con cuidado, talento con oportunidad, mérito con justicia. No basta con invocar el mérito. Hay que construir las condiciones para que deje de ser un privilegio y se convierta en una posibilidad real.
Me encantan tus columnas Gabri, siento que de algún modo logras conectar con quien te lee. Te felicito!