¿Qué sucede cuando la tolerancia renuncia a sus propios principios? Este texto explora el relativismo que justifica lo injustificable y sostiene la razón laica como último resguardo contra el dogma.
Vivimos un tiempo en que la paradoja de la tolerancia de Popper se muestra con brutal claridad. Mientras Occidente se retuerce en debates sobre microagresiones o lenguaje inclusivo, vastas regiones del mundo siguen regidas por poderes que no conocen límites humanos, solo mandatos divinos. Allí, el poder no necesita legitimarse ante ciudadanos: se justifica directamente ante Dios. Y así, todo —absolutamente todo— queda permitido si la autoridad religiosa lo decide.
Es frecuente observar el conflicto de Medio Oriente como un tablero trágico, imposible de repartir entre buenos y malos. Y algo de eso hay: décadas de fronteras coloniales arbitrarias, diplomacias torpes, terrorismos cruzados y expansiones territoriales configuran un paisaje donde todos cargan culpas.
Pero ese diagnóstico cómodo suele quedarse en la superficie de la equidistancia moral. Hay un plano más hondo, estratégico y civilizatorio, que rara vez se quiere abordar: con todos sus defectos, Occidente encarna un proyecto laico y racional que admite la autocrítica. Del otro lado emergen fuerzas que ni siquiera conciben el límite humano, porque su legitimación no pasa por el individuo, sino por el dogma.
Irán ofrece la prueba más descarnada. Bajo una fachada republicana —presidente, parlamento, elecciones— gobierna una teocracia pura. El Líder Supremo concentra el verdadero poder: decide la política exterior, quién puede ser candidato, quién vive o muere. Su Guardia Revolucionaria es mucho más que un ejército: maneja bancos, empresas y financia milicias que desangran Líbano, Yemen, Siria. La moral pública no es cuestión de costumbre, sino de policía religiosa. Mahsa Amini murió en 2022 por llevar mal colocado un velo. Las mujeres no pueden elegir su vestimenta; las minorías sexuales se arriesgan, literalmente, al patíbulo.
En Gaza, Hamas invoca la causa palestina como un escudo absoluto. Pero gobierna con puño de hierro: no hay prensa libre, ni cortes independientes, ni protestas feministas. Quienes se atreven a cuestionar son silenciados, torturados o ejecutados. Mientras tanto, sus líderes levantan banderas de liberación que a la población civil le cuestan la vida.
Frente a esto, el progresismo occidental suele reaccionar con una indulgencia casi cínica. Se elevan voces indignadas contra el machismo estructural en París o Nueva York, pero se guarda un silencio curioso ante los velos obligatorios, las lapidaciones o los tribunales morales de Teherán. Se exigen derechos universales en casa, pero se relativizan fuera, apelando a la “cultura” o al “contexto histórico” para no juzgar lo que debería ser inaceptable bajo cualquier prisma ético.
Así se consuma una paradoja siniestra: en nombre del respeto cultural, se abdica del universalismo de los derechos humanos. Se olvida que el laicismo, la igualdad jurídica y las libertades individuales no son caprichos eurocéntricos. Son conquistas arduas, que costaron guerras civiles, revoluciones y sangre.
Al eximir de crítica a regímenes teocráticos solo por no ser occidentales, se termina practicando un racismo blando: ese que dice, sin decirlo, “no podemos esperar lo mismo de ustedes, porque son distintos”. Como si la dignidad dependiera del lugar de nacimiento.
Pero la defensa de la razón contra el dogma tampoco debe embriagar a Occidente en su propia autocomplacencia. Guantánamo, Abu Ghraib, el espionaje masivo de ciudadanos: todo eso también mina el universalismo que dice defender. Una sociedad que vigila sin freno o tortura en secreto no tiene superioridad moral automática. Solo posee la ventaja histórica de poder autocorregirse. Y eso, en definitiva, sigue siendo decisivo.
Por eso Occidente —o mejor dicho, el proyecto ilustrado, con su razón autocorrectiva, imperfecta pero viva— sigue siendo la apuesta más valiosa que tenemos.
No por un orgullo imperial ni por nostalgia de viejas certezas, sino por la simple defensa de algo esencial:
Que disentir no sea un riesgo de muerte.