Por Gabriela Agustina Suárez.
entre el existir, el vacío y la piedra que vuelve a caer
Desde los primeros filósofos griegos hasta las corrientes contemporáneas, la pregunta por el sentido de la existencia ha atravesado la historia del pensamiento como una herida que nunca cicatriza. En la raíz de toda filosofía —incluso la más técnica o científica— late una inquietud fundamental: ¿para qué existimos?, ¿qué hacemos con esta conciencia que nos condena a sabernos finitos? El ser humano, a diferencia de cualquier otra criatura, no solo vive, sino que se pregunta por la vida; y en esa pregunta, muchas veces, encuentra el vacío.
El existencialismo, nacido del temblor de una Europa en ruinas después de las guerras, fue el eco de esa angustia. Søren Kierkegaard, en el siglo XIX, lo anticipó con su noción de la angustia de la libertad: el vértigo que siente el individuo cuando comprende que puede elegir, que no hay guías absolutas. Para él, existir era enfrentarse al abismo del yo, a una elección que no se puede delegar. Años más tarde, Jean-Paul Sartre radicalizaría esa idea al afirmar que “la existencia precede a la esencia”: no nacemos con un propósito definido, sino que somos arrojados al mundo y solo después construimos —o no— quiénes somos. No hay un destino escrito ni un Dios que trace el camino. Hay libertad, pero también condena.
En esa libertad está el peso más insoportable. El ser humano, libre de toda esencia divina, se encuentra solo, responsable de sus actos y, a la vez, consciente de que su existencia se disolverá. De allí brota la desesperación existencial: una mezcla de lucidez y vacío que Albert Camus describe con brutal belleza en El mito de Sísifo. Camus no niega la falta de sentido: la abraza. El mundo es absurdo porque no responde a nuestras preguntas. Y, sin embargo, su respuesta no es la desesperación, sino la rebelión. Si la vida no tiene sentido —dice Camus—, el desafío es vivirla igualmente, como Sísifo, empujando la piedra una y otra vez, sabiendo que caerá, pero encontrando en el esfuerzo mismo una forma de dignidad. “Hay que imaginar a Sísifo feliz” —escribe—, porque incluso en el sinsentido puede haber una afirmación vital.
El nihilismo, por su parte, es la sombra inevitable que acompaña al pensamiento moderno. Friedrich Nietzsche, quizá su profeta más feroz, anunció la “muerte de Dios” no como una blasfemia, sino como una constatación histórica: las certezas morales y metafísicas que habían sostenido a Occidente durante siglos se derrumbaban. El resultado no era la libertad plena, sino el vacío. Sin Dios, sin sentido trascendente, el hombre debía convertirse en el creador de sus propios valores, pero pocos estaban preparados para ese peso. Nietzsche llamó a ese hombre nuevo Übermensch, el “superhombre”: aquel que se atreve a afirmar la vida incluso en su absurdo, que dice sí al eterno retorno, que se ríe del destino y ama su repetición. Pero el precio de esa afirmación es alto: implica atravesar el nihilismo sin sucumbir a él, soportar el silencio del universo y seguir caminando.
La historia del pensamiento muestra que el nihilismo no es solo una doctrina, sino una experiencia. Schopenhauer lo expresó en su pesimismo radical: la vida, decía, es un ciclo de deseos que nunca se satisfacen, una voluntad ciega que se repite hasta el hastío. La felicidad es una pausa breve entre el dolor y el aburrimiento. Heidegger, desde otro registro, vio en esa angustia una puerta hacia la autenticidad: cuando comprendemos que somos seres-para-la-muerte, dejamos de refugiarnos en lo trivial y nos enfrentamos con el hecho de que el tiempo se agota. Y es en esa conciencia del fin donde el ser se revela más verdadero.
De un modo u otro, todos estos pensadores —de Kierkegaard a Camus, de Nietzsche a Heidegger— hablan del mismo temblor: la soledad del ser humano ante un universo que no responde. El siglo XX no hizo sino confirmar esa intuición. Las guerras, los campos de exterminio, la banalización del mal, el avance de la técnica sin sentido ético: todo pareció darle razón al existencialismo. El hombre moderno, rodeado de progreso material, se descubrió más vacío que nunca. La “nada” dejó de ser un concepto metafísico y se volvió experiencia cotidiana.
Pero incluso en esa nada, la filosofía encuentra una posibilidad. Tal vez el sentido no se busque fuera, sino dentro del mismo acto de existir. Simone de Beauvoir llevó el existencialismo hacia el terreno de lo humano y lo político: si no hay esencia, entonces tampoco hay destino natural que defina lo que debe ser una mujer, un hombre o un ser humano. Existir es construir libertad para uno y para los otros. En esa línea, el pensamiento existencial se convierte también en ética: asumir la libertad implica reconocer la responsabilidad de no imponerle sentido a los demás.
El nihilismo contemporáneo adopta formas más sutiles. Ya no es la desesperación ante la muerte de Dios, sino la indiferencia ante la vida misma. Byung-Chul Han diría que vivimos en una sociedad del cansancio, donde el exceso de positividad y rendimiento vacía toda experiencia interior. Ya no hay tragedia, solo agotamiento; ya no hay héroes, solo individuos productivos. En este contexto, el mito de Sísifo recobra vigencia: seguimos empujando piedras —trabajo, éxito, autoexigencia— sin saber si queremos realmente llegar arriba. Quizás la lucidez contemporánea consista en detenerse y preguntar: ¿por qué empujo?, ¿de quién es esta piedra?, ¿hay otra forma de existir que no sea repetir lo mismo?
El existencialismo, el nihilismo y el mito de Sísifo no son respuestas cerradas, sino espejos que devuelven nuestra propia incertidumbre. El primero nos recuerda que somos libres, incluso cuando duele. El segundo, que el sentido no está garantizado. El tercero, que, a pesar de todo, seguimos empujando. Tal vez la grandeza humana no resida en encontrar un propósito, sino en resistir la tentación del vacío, en seguir respirando aunque no haya respuestas. Camus lo sabía: el absurdo no se supera, se habita.
Mirar nuestra época desde estas corrientes es comprender que la angustia no es una patología, sino un signo de conciencia. El ser humano que se pregunta, que duda, que se enfrenta a su finitud, está más vivo que aquel que se conforma con verdades prestadas. El nihilismo no es el final, sino el umbral hacia una nueva forma de libertad. Y si cada día volvemos a empujar la piedra, no es porque creamos que esta vez quedará arriba, sino porque, en el gesto mismo de seguir, de insistir, se revela lo más humano que tenemos: la capacidad de significar incluso cuando todo parece perder sentido.
Quizás eso sea lo que une a todos los filósofos, más allá de sus épocas y doctrinas: la obstinación de seguir pensando frente al abismo. Desde Platón, que buscó las ideas eternas, hasta Nietzsche, que las destruyó; desde Descartes, que dudó para existir, hasta Camus, que existió para rebelarse, todos fueron, de algún modo, Sísifo. Todos empujaron su piedra sabiendo que caería. Y, sin embargo, lo hicieron. Porque pensar —como vivir— no es triunfar, sino resistir.
