por Ricardo Santos.
En un mundo donde la pobreza extrema ha pasado de ser la norma a una excepción, el economista Angus Deaton, Nobel 2015, ofrece una lente crítica para entender esta transformación. Su libro The Great Escape (2013) narra cómo la humanidad ha reducido la miseria desde 1800, aunque con desigualdades y riesgos latentes. En Argentina, un país de altibajos económicos, un nuevo dato del INDEC (38,1% de pobreza en 2024) sugiere un respiro tras años turbulentos. ¿Qué nos dice Deaton sobre este panorama global y local?
En 1800, el 90% de la población global vivía con menos de 2 dólares diarios (ajustados), atrapada en un ciclo de hambrunas y enfermedades, con una esperanza de vida de apenas 30 años. Deaton, citando a Bourguignon y Morrisson (2002), describe un planeta donde la supervivencia era la única certeza. La Revolución Industrial rompió el molde: para 1900, Europa Occidental bajó su pobreza extrema al 50-60%, aunque globalmente seguía en 80-85%.
El siglo XX aceleró el cambio. En 1950, la pobreza afectaba al 75%; en 1990, al 37,8% (1.900 millones); y en 2000, al 27,8% (1.700 millones). Para 2015, solo el 10% (736 millones) vivía en extrema pobreza, y en 2019, el 8,4% (648 millones). Asia, con China a la cabeza (del 88% en 1981 al 1% en 2015), lideró esta hazaña. Sin embargo, la pandemia de 2020 elevó la cifra a 712 millones (9,2%) en 2022. Hoy, en 2025, se estima que 670-700 millones (8-9%) siguen en esta condición, según proyecciones del Banco Mundial.
Deaton atribuye esta “gran evasión” a tres pilares: riqueza (crecimiento económico), salud (vacunas, saneamiento) y educación (alfabetización del 20% en 1900 al 90% en 2000). Pero no todo es celebración. La desigualdad se disparó —la brecha ricos-pobres creció de 10 a 50 veces entre 1800 y 2000— y las métricas, como la línea de 2,15 dólares del Banco Mundial, son imprecisas para él por ajustes de paridad de poder adquisitivo que distorsionan la realidad.
Argentina: Un vaivén con luz al final
En Argentina, la historia de la pobreza es un subibaja. A inicios del siglo XX, el país era un faro de prosperidad, con pobreza estimada en 20-30%. Pero las crisis recurrentes —la hiperinflación de los 80, el colapso de 2001 (54%)— marcaron retrocesos. En 2017, la pobreza bajó al 25%, pero repuntó al 40,1% en 2023, y al 52,9% en el primer semestre de 2024, según el INDEC, tras una devaluación y ajustes económicos bajo el gobierno de Javier Milei.
El 31 de marzo de 2025, el INDEC trajo una noticia alentadora: la pobreza cayó al 38,1% (11,3 millones) en el segundo semestre de 2024, y la indigencia, del 18,1% al 8,2% (2,4 millones). Este descenso, el mayor en dos años, se explica por una inflación más controlada (de 25,5% mensual en diciembre de 2023 a 4% en 2024) y un superávit fiscal. Sin embargo, el 51,9% de los niños y regiones como Gran Resistencia (60,8%) siguen en cifras alarmantes.
Deaton y la lección para Argentina
Deaton, crítico de las métricas puramente monetarias, diría que la Canasta Básica Total del INDEC subestima desigualdades y privaciones no económicas, como el acceso a salud o educación. En Argentina, donde la pobreza infantil duplica la general, su énfasis en el bienestar multidimensional resuena. La baja al 38,1% es un paso, pero Deaton advertiría sobre su fragilidad: una inflación persistente o un shock externo podrían revertirlo, como ocurrió en 2020 globalmente.
La pobreza global ha caído de 90% a 8-9% en dos siglos, un logro monumental pero incompleto. Argentina, con su reciente mejora, refleja esa dualidad: esperanza y vulnerabilidad. Deaton nos deja una verdad incómoda: sin atacar desigualdades y medir la pobreza más allá del dinero, la “gran evasión” no será completa. En Buenos Aires o en el mundo, el desafío es sostener este avance sin dejar a nadie atrás.