por María Beatriz Sánchez de Comas.
Analista y Licenciada en Gestión Educativa. Fue Supervisora Docente durante más de una década en el sistema educativo tucumano. Colaboró en espacios de formación y reflexión pedagógica.
Aunque los Diseños Curriculares proponen una evaluación formativa, en las aulas tucumanas se sigue aplicando una lógica de calificación antigua. En el sistema educativo tucumano, la evaluación se ha convertido en un ritual, más ligado a la tradición que al aprendizaje.
En una reunión hace tiempo con la reconocida profesora Marta Ibaldi de Flores, ambas nos hicimos la misma pregunta: ¿qué concepto de evaluación estamos manejando realmente en nuestras escuelas? Marta observaba con preocupación cómo, mientras los Diseños Curriculares Provinciales proponen una evaluación integral, formativa y continua, en la práctica diaria todo se reduce a una prueba aislada. Es como si se enseñara bajo un modelo moderno pero se evaluara con una lógica antigua, casi disciplinaria. Y esta contradicción tiene efectos concretos en los vínculos escolares.
Padres y alumnos en nuestra provincia atraviesan el martirio de las evaluaciones trimestrales, que se repiten como una mecánica impuesta. Las familias transitan estas etapas con tensión, estrés, y, si el presupuesto lo permite —sobre todo en los colegios privados—, se ven empujadas a contratar apoyo escolar particular. ¿Podemos, en este contexto, seguir hablando de “evaluación”? Lo que predomina es la calificación: una prueba que aprueba o desaprueba, que etiqueta. Y lo más llamativo es que este sistema se sostiene casi intacto desde hace más de medio siglo.
Como supervisora docente, nunca estuve a favor de las evaluaciones trimestrales obligatorias, y menos aún en todos los espacios curriculares. En las pruebas nacionales e internacionales, como es sabido, se evalúan áreas fundamentales como Matemáticas y Lengua. Sin embargo, en nuestras instituciones se someten a evaluación todos los espacios, incluso Religión o Tecnología, como si cada asignatura necesitara rendir examen cada trimestre para “demostrar” algo.
Pero la evaluación, en su sentido profundo, no debería estar al final, como un apéndice que sanciona. Debería estar en el corazón mismo de la práctica docente, como una herramienta que permite revisar, reajustar, comprender. Una vez finalizada una secuencia didáctica, el docente debe analizar los desempeños y competencias alcanzados por sus estudiantes. ¿Por qué esperar hasta el cierre del trimestre para hacerlo?
Me pregunto cuántas escuelas, ya sean de gestión estatal o privada, se toman el tiempo de revisar los resultados del trimestre, analizarlos colectivamente y planificar el siguiente tramo del año en función de esos aprendizajes. Por lo que he podido observar, en la mayoría de los casos se continúa con lo planificado desde el inicio, sin una pausa de reflexión. Así, la evaluación no transforma, no orienta, no interpela. Solo clasifica.
Repensar el concepto de evaluación como parte de un proceso continuo —y no como una sentencia al final del camino— podría mejorar significativamente la calidad educativa, en el aula, con cada grupo, en cada momento. Porque allí, en esa revisión cotidiana, se juega la posibilidad de construir un aprendizaje real y significativo.
Y tal vez haya que animarse a decirlo con claridad: seguir evaluando sin reflexionar es seguir enseñando sin aprender.