por Javier Habib.
En consonancia con la Editorial de hoy, que trata sobre la cultura del poder, me gustaría transcribir un fragmento de mi último libro, que saldrá este mes, por la editorial Bibliotex, a quien agradezco por el permiso de publicar estas líneas en FUGA.
El fragmento trata sobre una inquietud que tengo sobre la filosofía de la cultura, y sobre cómo se la está abordando en Argentina, e intenta ser impuesta en Tucumán. Aquí va:
“…desde Buenos Aires, se promueve un enfoque que reduce a la cultura a una lucha política entre el Wokismo y la Nueva Derecha. Se trata de las así llamadas “batallas culturales”; libradas por agrupaciones políticas fanatizadas como “La Cámpora” y “Fuerzas del Cielo”.
No queremos eso en Tucumán. De hecho, en nuestra opinión, los tucumanos no tenemos el privilegio de poder preocuparnos por el calentamiento global, o por lo que sucede en Palestina. Aquí los judíos y los árabes son amigos, y el único calentamiento que conocemos es el que sufre la gente cuando colapsa la red eléctrica. Según nuestra manera de ver las cosas, los fanatismos no hacen bien a nadie y, lo que no es menos relevante, resultan completamente inapropiados para un contexto como el nuestro.
De hecho, lo que observo es que en Tucumán termina sucediendo lo que el politólogo Thomas Szanto predica sobre el “fanatismo coercitivo”: que la sensación constante de amenaza de daño, cuestionamiento o disentimiento termina por alimentar la ya excesiva percepción de la amenaza. En otras palabras, de tanto repetir discursos porteños, terminamos sintiendo y viviendo como si existieran males que no existen, o, lo que es peor, terminamos creándolos nosotros mismos.
Podríamos decir, con un deje de ironía, que por desgracia no tenemos los problemas que denuncian las ideologías, pues nuestros problemas son mucho más elementales: pobreza estructural, desabastecimiento de agua potable, carencia de redes cloacales, deficiencias en el sistema de salud, contaminación de todo tipo, paupérrimo sistema de transporte público, enfermedades crónicas que incrementan, pésima calidad educativa, desempleo y subempleo, brecha digital, altos índices de criminalidad y vandalismo, falta de espacios culturales y recreativos, mala administración de los espacios verdes, erosión del tejido social, dependencia de la economía primaria, excesiva regulación gubernamental y una corrupción política que da calambre.
En Tucumán son muy pocos los políticos ideologizados y, a los pocos que se ven, les va pésimo en la competencia democrática, puesto que en Tucumán prevalece una mentalidad política fundada en criterios mercantiles.
(Este último punto está desarrollado en mi trabajo, “Reforma constitucional 2025 ¿Para qué? Para consolidar la democracia” en Revista del Instituto de Estudios Sociales Políticos y Culturales de la USPT, n.º 15, 2024. Disponible online)
Frente a esta concepción de la cultura que impone una visión del mundo radicalizada (sea el “Progresismo” o la “Nueva Derecha”), nosotros proponemos una concepción de la cultura que, parafraseando a Friedrich Nietzsche, vaya más allá del bien y del mal.
Esta concepción es profundamente aristotélica y existencialista.
Es aristotélica en cuanto a que propone que la cultura es cultivar. Adoptamos el sentido etimológico de la palabra porque creemos que la cultura es una práctica, un quehacer, una disciplina, un oficio, un rol, una profesión, un magisterio; es hacer aquello que no podemos dejar de hacer porque es lo único que le da sentido a nuestras vidas. Cultura es identificar nuestro potencial, y realizarlo con algo en el mundo. Es asociarte a alguien porque comparte con vos ese interés, sea como colega o porque en esa persona estás volcando tus fuerzas vitales. Un carpintero es una persona con cultura, pero también lo es un padre que educa a sus hijos. Una pintora apasionada crea cultura, y una señora que cocina y mantiene su casa en orden también lo hace. La cultura es engancharnos con una actividad, una virtud, un placer estable e imperfectible. El mundo no es conflicto. El mundo es realización personal, y esto no solo nos beneficia a nosotros —agricultores, artistas, creativos, académicos, asistentes, encargados de la casa, hermanos, amigos, padres— sino también a quienes toca mirar: a un buen padre, a un buen amigo, a un buen profesional; a un modelo a quien seguir.
Martin Heidegger, cultor artífice de la filosofía existencialista, nos habla del “cuidado”. La idea es que no nos relacionamos con el mundo desde una actitud teórica o quirúrgica —como quien opera con cosas gélidas que están afuera de nosotros— sino desde una apropiación afectiva. La práctica de la que hablamos, por lo tanto, no es una en la que el sujeto que ve al mundo se encuentra separado de los objetos con los que trabaja como unidades externas e independientes. En nuestra visión, la práctica hace al sujeto y al objeto, puesto que, al arrojarnos al hacer, con la pasión y el compromiso que ello implica, les encontramos sentido a las cosas y, recíprocamente, las cosas nos donan sentido vital. Se trata, en breve, de hallar identidad (no en un grupo con ideas sino) en una práctica individual.
Aquí cobra especial relevancia la cuestión de la “autenticidad”. Henry Thoreau nos ofrece un buen ejemplo de vida. Nos invita a aislarnos para redescubrirnos creando: en su caso, construyendo su propia cabaña, cultivando su propio alimento y forjando su propia verdad. La vida, volvamos a Nietzsche, es como “una obra en desarrollo”. Nos definimos por la manera en que hacemos, y no por una masa aglutinante. Debemos creer en nuestra “voluntad de poder”.