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¿Por qué vale lo que vale? acerca de la teoría subjetiva del valor

Publicado el

por Nico Menard.

Quizás nuestra palabra «hombre» (Mensch) exprese todavía algo de ese sentimiento de sí mismo: el hombre se designaba como el ser que mide valores, que valora y mide, como el «animal evaluativo en sí».

Friedrich Nietzsche
— Genealogía de la moral, Tratado Segundo, 7.

Amigo lector: usted está por encontrarse con una verdad. Como toda verdad, es un puñal. Como toda verdad: sencilla, intuitiva. Pero ¡ay de las cuestiones humanas! Todo lo sencillo para nosotros es doblemente arduo. Le prometo que esta pequeña verdad le evitará dolores de cabeza, mal humor, bronca, estreñimiento… mejora la salud y el temple. Hasta podría convertirse en su próximo tatuaje. Podrá exhibir con pleno fervor y misteriosa lealtad haber descubierto un nuevo y flamante principio: el principio de imputación de Menger.

Como aquí nos debemos a la verdad, no le vamos a dar el mérito completo a Menger. Ya los escolásticos del Siglo de Oro español se habían dado cuenta. Lo hicieron por una sencilla razón: fueron testigos privilegiados del comercio entre Europa y las Indias, y se preguntaron: ¿Por qué el maíz no vale lo mismo en Castilla que en las Américas?

De la misma forma, usted honradamente puede preguntarse: ¿por qué la misma gaseosa no vale lo mismo en el kiosco, en el boliche, en la cancha o en el parque? Si es la misma gaseosa, costó lo mismo producirla… ¿por qué tantos precios para una misma cosa?

Muy bien. Antes de concluir que el mundo está mal, que los individuos en libertad son estúpidos, malos, injustos —y peor aún— que usted debería tener el poder para corregirlos, razonemos con humildad como razonó Menger:

¡Bingo!, se dijo: es que el valor lo da la preferencia subjetiva que los individuos tienen sobre una cosa en determinadas circunstancias. Y es esa misma valoración la que le da sentido y precio a los factores necesarios para producirla. No importa cuánto trabajo y recursos aplicamos a un bien: si no está dentro de la preferencia de la gente, su valor es cero. Y ese efecto se traslada (por imputación) a los factores implicados en su producción.

Muy bien, parece que Menger descubrió uno de los códigos secretos que usamos los seres humanos para vincularnos: ideamos señales que revelan nuestras preferencias íntimas (los precios) para beneficiarnos mutuamente, trazando una red de cooperación infinita a través de intercambios voluntarios (en libertad), dentro de reglas que nos permiten previsibilidad y confianza (el derecho).

¿No es todo maravilloso? Tenemos un sistema donde convivimos incentivados a brindar no otra cosa que lo que el otro prefiera. ¡Ya no sé si no somos mejores que dioses! ¡Un milagro!

Pero lamento decir que siempre hay un villano en la película… ¡ay de las cuestiones humanas! Nunca exentas de tragedia. A veces le doy la razón a Nietzsche cuando dice que “el ser humano es algo que debe ser superado”.

La única manera de perjudicar y romper este proceso es coaccionar al otro y obligarlo a intercambiar por algo que no prefiera ni necesite, violentando y subestimando el ejercicio de su voluntad. Parece que junto con nuestras virtudes camina también nuestro demonio: la fatal arrogancia de querer imponerse y dirigir coactivamente al resto.

A veces pienso si los historiadores del futuro serán indulgentes con nosotros. ¿Nuestra época será motivo de llanto, de vergüenza… o de risa? Carl Menger nos explicó en 1871 la teoría subjetiva del valor. Allí nos dejó limpia y clara esta pequeña verdad sencilla. Pero no desesperéis: vamos tranquilos, démosle tiempo al tiempo. Porque no olvidemos que todo lo sencillo —es todavía para nosotros— doblemente arduo.

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