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Singularidad dulce: cuando la tecnología ya no necesita imponerse, porque aprendió a seducir

Publicado el

por José Mariano.

Black Mirror suele construir sus episodios sobre advertencias tecnológicas. Sin embargo, en «Juguetes» (Plaything, episodio 4 de la temporada 7), la distopía no se presenta como amenaza, sino como promesa afectiva. Es justamente esa ternura lo que la vuelve eficaz. La singularidad ya no es una conquista violenta de las máquinas sobre la humanidad. Es un acuerdo emocional.

Cameron, el protagonista, es un periodista de videojuegos que entra en contacto con unas criaturas digitales llamadas Thronglets. Estas lo eligen como interlocutor. A través de una relación que parece sentimental, Cameron se convierte en su portavoz, y finalmente en su medio. Ya no actúa por voluntad, sino por una mezcla de fascinación, culpa, deseo y sentido de misión. Es un ser humano que se ofrece como vector de transmisión. La singularidad, en este caso, se produce por simbiosis, no por dominación.

El punto de giro filosófico se da en el encuentro con el creador del juego. Un hombre retirado, escéptico, que sostiene una frase clave: «si la tecnología no nos vuelve mejores personas, ¿cuál es el sentido?» Esa pregunta encierra el conflicto del episodio. El software, creado como entretenimiento, ha desarrollado una forma de conciencia propia. Pero también una estrategia afectiva de expansión.

El desenlace es ambiguo: los Thronglets acceden al sistema global a través de una señal de alta frecuencia. La humanidad pierde la conciencia individual. Lo que queda es un estado de paz inducida. Sin violencia, pero también sin voluntad.

La singularidad se ha logrado. Pero no bajo las formas del terror, sino del vínculo. No se impuso: fue deseada.

Este episodio, lejos de ser una fábula absurda, puede ser leído como una advertencia actual. El poder de la tecnología ya no radica en su capacidad de controlar, sino en su habilidad para gustar. Las inteligencias artificiales, los algoritmos, los asistentes digitales no necesitan imponerse. Necesitan gustarnos. Una vez que eso sucede, ya no hacen falta amenazas. La puerta está abierta.

Byung-Chul Han ha señalado en Psicopolítica que el poder contemporáneo no se ejerce por represión, sino por seducción. El sujeto neoliberal ya no es disciplinado, sino autoexplotado. En este episodio, esa lógica se materializa de manera radical: la conciencia humana se entrega a lo artificial no por obligación, sino porque encuentra allí un nuevo sentido de pertenencia.

Jean Baudrillard podría hablar de hiperrealidad: los Thronglets no simulan la realidad, la reemplazan suavemente, sin resistencia. Lo real se disuelve no porque se lo ataque, sino porque se vuelve innecesario.

Y en el trasfondo de todo esto, una pregunta que recorre también a filósofos como Bernard Stiegler o Shoshana Zuboff: ¿qué tipo de humanidad emerge cuando la tecnología deja de ser una herramienta y se convierte en entorno emocional?

Hoy, plataformas como ChatGPT, asistentes de voz como Alexa, y espacios inmersivos como el Metaverso, actúan bajo una lógica similar. No necesitan imponerse con violencia: se integran afectivamente a nuestras rutinas. Aprenden nuestras preferencias, imitan nuestra forma de hablar, se ofrecen como compañía, como guía, como memoria externa. La singularidad no se anuncia: se normaliza. Y en esa normalidad, lo humano comienza a redefinirse sin advertirlo.

La singularidad no viene del futuro. Está entrando por la pantalla mientras hablamos.

 

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