por Nicolás Salvi.
De todos los nombres que orbitan alrededor del cosmismo ruso, Konstantin Tsiolkovski (Константи́н Циолко́вский, 1857-1935) es quizá el más evocado y menos polémico, aunque también el menos comprendido. Su fama como pionero de la cosmonáutica soviética opaca el carácter intensamente filosófico de sus ideas. Fue inmortalizado por sus ecuaciones de propulsión a chorro y sus diseños de naves espaciales, pero rara vez la academia en el propósito que animaba esos cálculos: una cosmología sobre el sentir material del universo.
Nacido en una aldea cerca de Riazán, hipoacúsico desde la infancia por una fiebre escarlatina mal curada, Tsiolkovski pasó gran parte de su vida en relativa soledad. Era un lector voraz y su formación fue tan extensa como inclasificable. Desde la termodinámica hasta la ética, desde la biología hasta la teosofía. Fue, también, un lector silencioso y atento de Nikolái Fiódorov.
El Sócrates de Moscú no lo adoptó como un discípulo, pero la entera obra tsiolkoviana está surcada por las huellas del maestro de la resurrección. Este no compartía el literalismo de la “tarea común”, pero sí su intuición central de que la humanidad debía pensarse como una comunidad técnica y afectiva no solo entre seres “vivos”. No se permitía excluir ningún tipo de entidad formada por materia.
Su filosofía cósmica o su “panpsiquismo” parten del extraordinario postulado de que el universo tiene sentido solo si está habitado por formas de vida conscientes. La luz de las estrellas, la complejidad de las orbitas, la vastedad del espacio, todo parecería absurdo si no culminara en la aparición de seres capaces de pensar, amar y transformar el cosmos. Esta convicción le llevó a este pensador radicalmente materialista, a pensar que la misión de la humanidad no era sobrevivir, sino elevarse. Conseguir alcanzar una forma de existencia más noble, armónica y universal.
No obstante, Tsiolkovski no se figuraba a la conquista del espacio como una extensión del imperialismo terrestre. En consonancia con los aires comunistas de su mundo circundante, no creía en una humanidad destinada a colonizar otros mundos para explotarlos. Soñaba una humanidad que, habiendo alcanzado su madurez moral y técnica, expandiría la vida y la conciencia por el universo como una forma de agradecimiento y deber. “La Tierra es la cuna de la humanidad,” escribió, “pero no se puede vivir para siempre en la cuna”. La vida, si quiere seguir siendo vida que fluye, debe aprender a multiplicarse más allá de sus orígenes.
Pero el camino hacia la forma superior no era automático. En sus escritos, el físico describió la posibilidad de que cada átomo del universo esté destinado, tarde o temprano, a conocer la experiencia de la conciencia. Para él, la materia no está muerta, solo está en pausa. Cada partícula, cada molécula, cada fragmento de polvo cósmico forma parte de un proceso que, aunque lento y lleno de sufrimiento, tiende hacia la plenitud.
Este marco le permite redefinir incluso la muerte y dar contexto técnico a lo que su maestro y otros tantos gurúes de la reencarnación esbozaran. La muerte es una interrupción aparente. La materia que hoy forma un cuerpo humano se dispersa, pero en algún momento del futuro volverá a organizarse, volverá a sentir. No recuerda sus vidas pasadas, pero las tuvo, y las tendrá.
La ciencia, en esta cosmovisión, es la herramienta para acelerar ese proceso de conciencia universal. Más allá de sus textos científicos, Tsiolkovski imaginó en sus escritos literarios estaciones orbitales, civilizaciones interplanetarias y cuerpos humanos adaptados a la vida en el espacio. Pero todo eso no era ciencia ficción en el sentido hollywoodense del término. Era, más bien, una utopía al servicio de la técnica. Otro paso obvio para cualquier iluminado en el panspsiquismo.
Al igual que los demás cosmistas, Tsiolkovski rechazaba la idea de que la técnica tuviera que servir a fines individuales. La ciencia era el camino más claro hacia la redención colectiva. Si Bogdanov pensaba la sangre como vínculo social, Tsiolkovski imaginaba al espacio como condición de posibilidad de la unidad de la especie. El espacio exterior es nuestro hilo de continuidad. El vacío interestelar era el lugar donde la humanidad podía, por fin, encontrarse consigo misma, liberada de sus pequeñas disputas y urgencias tribales. Empequeñecer los pseudo-problemas que nos atraparon en la cuna.
Con todo esto vamos comprendiendo que el universo tsiolkoviano no es un escenario pasivo, sino un organismo que deviene. La voluntad del universo se manifiesta en la emergencia de seres conscientes capaces de actuar sobre su entorno. Esa voluntad no es la de un dios personal, sino una dirección implacable hacia formas superiores de organización y cooperación. En un futuro lejano todas las formas de vida se habrán unificado en una conciencia planetaria primera, luego solar, después galáctica y por último universal. La humanidad, lejos de ser un fin en sí misma, es apenas una fase embrionaria que debe evolucionar rompiendo sus propias fronteras.
Con esto en mente, el físico creía que el sufrimiento en la Tierra no era gratuito, pero tampoco eterno. Su idea de una solidaridad cósmica partía de reconocer que nuestro planeta, por su juventud, aún está condenado a la inmadurez. Pero si logra perseverar, si sus frutos maduran, si sus habitantes aprenden a convivir y a organizarse de manera cooperativa, entonces podrán sumarse a la comunidad de mundos avanzados que ya deben existir allá lejos, en alguna región de la galaxia. El universo espera, sí, pero no lo hará por siempre y no perdona. No hay lugar para civilizaciones que no superen su etapa infantil de violencia y fragmentación en el bosque oscuro universal. Es fácil transformarse en anécdota en tan vasto territorio.
Con todo lo extravagante que suena para el lector regular todas las ideas de Tsiolkovski, es increíble que este no fuera un teórico marginal. Sus ideas influyeron en generaciones de científicos, ingenieros y escritores soviéticos (y también occidentales). Fue reivindicado oficialmente por el régimen de la URSS como “padre de la cosmonáutica” y convertido en figura icónica, aunque se hayan silenciado los aspectos más filosóficos, políticos y metafísicos de su pensamiento. Más su legado está ahí, circunnavegando en los pliegues de toda imaginación que se atreva a pensar la humanidad como proyecto colectivo evolutivo.
No hace falta mirar al cielo para entender a Tsiolkovski. Basta con escuchar esa voz que, desde una aldea remota en Eurasia, con una sordera persistente y una soledad sin heroísmo, escribió que todo átomo está destinado a vivir. Que toda vida quiere multiplicarse. Que la materia, al pensarse, se redime.
Quizás la Tierra no baste. Pero no porque esté arruinada. Sino porque nos queda grande la idea de quedarnos inmóviles.