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La economía del miedo

Por José Mariano. 

El miedo es el más ignorante, el más injurioso y el más cruel de los consejeros.

Edmund Burke.

No vivimos sólo de esperanzas recicladas. Vivimos también del miedo que nos fabrican. Si la esperanza se convirtió en mercancía de campaña, el miedo es hoy la moneda corriente de la política. Se lo administra, se lo distribuye, se lo dosifica. Como cualquier otro bien, el miedo circula, sube en épocas de elecciones, se intensifica en medio de una crisis económica, se desata cuando la sociedad parece a punto de quebrarse.

Hobbes lo explico hace siglos, el Estado moderno se funda en el miedo. En su célebre Leviatán, los hombres renuncian a su libertad no por amor al soberano, sino por miedo a morir violentamente en el caos del estado de naturaleza. El poder nace de ese temor. Pero lo que en Hobbes era una fundación teórica hoy se ha convertido en un negocio político que exige que la incertidumbre nunca se disipe, que la amenaza permanezca siempre latente, que el caos se mantenga al borde para justificar el orden.

Lo vivimos a diario. El miedo al delito se convierte en argumento de la impunidad y la desmesura policiaca; el miedo al desempleo, en excusa para aceptar cualquier condición laboral; el miedo al “otro” —al opositor, al pobre, al extraño— se convierte en la frontera invisible que divide a la sociedad. Cada miedo tiene su administrador, y cada administrador sabe que no hay control más eficaz que el que se ejerce sobre una población asustada, atrapada en la sensación de que todo puede desmoronarse mañana.

Los medios cumplen un rol central en esta economía. No informan, dosifican temores. El noticiero abre con un crimen, sigue con la inflación y cierra con una catástrofe climática. La rutina es simple, miedo a salir a la calle, miedo a no llegar a fin de mes, miedo a que el futuro sea peor. Esa repetición constante moldea la percepción de la realidad. El ciudadano no sólo se informa, aprende a vivir en un presente sin horizonte, donde cada imagen repite que lo peor todavía está por venir.

Byung-Chul Han habla de la “sociedad del cansancio”. Nosotros podríamos hablar de la “sociedad del miedo”. Una comunidad fatigada y asustada es más fácil de gobernar. Sloterdijk lo llamaría razón cínica, todos sabemos que el miedo se exagera, pero igual lo consumimos, igual reaccionamos, igual votamos en función de él. El miedo, como la esperanza, se ha convertido en ritual. Todos lo padecemos, todos lo repetimos, todos lo compartimos.

Pero no se trata sólo de los medios. La política aprendió a legislar sobre la base del miedo. Se aprueban leyes de emergencia que nunca terminan, se dictan medidas excepcionales que se vuelven regla, se construyen liderazgos que prometen protección a cambio de obediencia. El miedo funciona como el gran justificativo de la concentración de poder.

El problema es que el miedo nunca se sacia. Como cualquier mercancía, necesita renovarse. Hoy es el miedo al delito, mañana al virus, pasado al colapso económico. La rueda no se detiene porque el negocio depende de su permanencia. Y cuanto más incierto es el mañana, más rentable resulta ese mecanismo.

En la Argentina, ese dispositivo se vuelve casi una coreografía que se repite cada ciclo electoral. Los comicios no sólo deciden quién gobierna, también activan la maquinaria de la economía del miedo. El dólar se convierte en termómetro del pánico colectivo, cualquier rumor lo dispara, cualquier gesto lo calma, cualquier silencio lo precipita. Todo parece depender de un soplo, como si la economía entera colgara de un hilo invisible. Esta vez, el respaldo financiero de Estados Unidos calmó momentáneamente la corrida cambiaria y alejó al dólar del techo de la banda, pero la calma es apenas un espejismo. Todos saben que nada es gratis en la política internacional, y que cada ayuda externa trae consigo una factura diferida.

Las elecciones, más que nunca, encienden las alarmas. Se agitan pronósticos de crisis terminal, se multiplican diagnósticos apocalípticos, se especula con la imposibilidad de sostener la economía. Aprendimos a vivir mirando el abismo, habituados a que el miedo funcione como variable central de nuestra vida pública. El mercado y los medios convierten esa incertidumbre en espectáculo, y la ciudadanía queda atrapada entre la amenaza y la promesa de salvación.

Frente a esto, nuestra tarea no es negar los riesgos reales —la inseguridad existe, la crisis es tangible— sino desenmascarar la forma en que se los convierte en espectáculo, en mercancía política. La alfabetización política de la que hablaba Brecht pasa hoy también por aprender a leer nuestros miedos, quién los fabrica, quién se beneficia, qué silencios se esconden detrás de ellos.

La economía del miedo produce una sociedad atrapada en la impotencia. Y contra esa impotencia, el periodismo no puede limitarse a describir, tiene que interrumpir. Interrumpir la lógica del miedo significa mostrar que hay vida más allá de la catástrofe televisada, que existen horizontes que no se reducen al “si no somos nosotros, estamos perdidos”.

El miedo como motor político sólo puede sostener un presente sin salida. Si no lo interrumpimos, la incertidumbre se convierte en forma de vida, en un presente perpetuo donde nada comienza y todo se derrumba a la vez.

Pero ahí mismo, en medio de esa intemperie, puede surgir otra energía; no la del miedo que paraliza, sino la del pensamiento que se organiza, la del deseo que resiste, la de la imaginación que se niega a ser secuestrada. La incertidumbre no desaparecerá —nadie puede abolirla—, pero puede dejar de ser amenaza para convertirse en territorio de comienzo. Es en esa grieta donde proyectos como Fuga interrumpen la economía del miedo y devuelven la posibilidad de imaginar lo que todavía no existe.

 

Bienvenidos a la Edición 28.

Esto es Fuga.

Deuda

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Por Enrico Colombres.

La dificultad no consiste en saber cómo pagar la deuda sino cómo hacer para no aumentarla, para no tener nuevas deudas, para no vivir del dinero ajeno tomado a intereses.

Juan Bautista Alberdi.

En sus Escritos económicos (1887), Juan Bautista Alberdi decía oportunamente que “La dificultad no consiste en saber cómo pagar la deuda sino cómo hacer para no aumentarla, para no tener nuevas deudas, para no vivir del dinero ajeno tomado a intereses. El interés de la deuda, cuando es exorbitante y absorbe la mitad de las entradas del tesoro, es el peor y más desastroso enemigo público. Es más temible que un conquistador poderoso con sus ejércitos y escuadras; es el aliado natural del conquistador extranjero”.

La deuda externa argentina es un fantasma que recorre la historia reciente del país. No nació como un fenómeno inevitable ni como una consecuencia lógica del desarrollo, sino como una imposición que se fue consolidando a través de decisiones políticas que respondieron más a intereses de poder que a las necesidades de un pueblo. Durante los gobiernos militares, especialmente desde la dictadura iniciada en 1976, se contrajeron deudas a espaldas de la ciudadanía, con condiciones oscuras y sin el aval de la representación democrática. Esa deuda, generada bajo un régimen ilegítimo, constituye una de las principales cadenas que hasta hoy atan la soberanía argentina. Lo ilegítimo de su origen no fue nunca resuelto con la seriedad que merecía y la democracia heredó esa carga sin revisar a fondo ni cuestionar los cimientos podridos sobre los que se levantaba.

Desde entonces, cada crisis, cada colapso económico, cada etapa de desindustrialización estuvo marcada por la dependencia de créditos externos. Lo más trágico es que esa dinámica no solo arrastró cifras millonarias, también arrastró autonomía política. Las decisiones soberanas se vieron reemplazadas por órdenes dictadas desde el Fondo Monetario Internacional, por lineamientos trazados desde Washington o por pactos firmados a puertas cerradas entre funcionarios y banqueros. La deuda se convirtió en la herramienta más eficaz de sometimiento. Y cada vez que alguien intentó discutir su legitimidad, el sistema lo tildó de irresponsable, de populista o de enemigo de la estabilidad.

Hoy la situación no es diferente, aunque el maquillaje sea otro. El actual presidente anunció con grandilocuencia en cadena nacional que lo peor ya había pasado. Fue un discurso construido para calmar ansiedades, para convencer de que la tormenta quedaba atrás. Pero bastaron unos días para que ese relato se desplomara y saliera a pedir dinero desesperadamente en el exterior, ofreciendo como garantía no solo las cuentas fiscales, sino también los recursos estratégicos del país. La contradicción es tan evidente que cuesta entender cómo aún puede sostenerse un discurso de estabilidad cuando lo que se observa es un Estado arrodillado frente a acreedores y potencias extranjeras.

El préstamo de Estados Unidos es un caso paradigmático. Lejos de ser un gesto inocente de ayuda, constituye una movida geopolítica clara. La intención es anclar a la Argentina dentro de la órbita norteamericana para frenar la creciente influencia de China en la región. No se trata de dinero gratis ni de solidaridad internacional, se trata de intereses estratégicos donde nuestro país es apenas una ficha más en el tablero global. Para colmo, el mecanismo elegido para instrumentar ese préstamo roza lo escandaloso. En lugar de pasar por las cámaras de diputados y senadores, en lugar de abrir el debate democrático y asumir la legitimidad institucional, se recurrió a atajos. Supuestos depósitos en pesos en bancos estadounidenses, cláusulas que nadie conoce, compromisos que se firman en secreto y que generan más incertidumbre que confianza. Cuando un gobierno actúa de esa manera, la deuda deja de ser un recurso financiero y se convierte en un acto de traición a la soberanía.

La soberanía no es una palabra abstracta ni un concepto romántico. Se materializa en la capacidad de decidir sobre los recursos que son propios. Y en este momento lo que está en juego es ni más ni menos que el control de las riquezas estratégicas que pueden definir el futuro de Argentina. Vaca Muerta es el ejemplo más claro. Allí se concentran reservas de más de 16.000 millones de barriles de petróleo y unos 300 billones de pies cúbicos de gas natural. Con la infraestructura adecuada, en pocos años podría duplicarse la producción y llegar a un millón de barriles diarios. A precios internacionales actuales, ese nivel de producción significaría ingresos brutos de más de 25.000 millones de dólares anuales. PwC estima incluso un superávit energético de 30.000 millones hacia 2030 si se cumplen las proyecciones de exportación.

Esa suma de dinero tiene la capacidad de cambiar la historia. Con esos ingresos podría financiarse un sistema jubilatorio justo, un sistema universitario robusto, un sistema de salud accesible y digno. Podrían resolverse deudas históricas con los sectores más vulnerables. Sin embargo, en lugar de pensar en cómo aprovechar soberanamente esa riqueza, el gobierno actual elige hipotecarla en créditos que comprometen parte de ese potencial. Y lo hace bajo condiciones que priorizan a los acreedores externos y a las empresas privadas antes que al pueblo argentino.

No se trata solo de petróleo. La soberanía del agua está también en juego. La entrada de Mekorot, la empresa estatal israelí denunciada por prácticas restrictivas contra comunidades palestinas, en el manejo del agua en distintas provincias argentinas, muestra la fragilidad con la que se entregan recursos vitales. Agua potable, riego agrícola, manejo de cuencas son cuestiones que no admiten especulación ni privatización encubierta. Que un recurso esencial para la vida humana quede en manos de una empresa extranjera es un acto de irresponsabilidad histórica. Bajo la excusa de asesorías técnicas y modernización de sistemas, lo que se esconde es un avance sobre un recurso estratégico cuya pérdida sería tan grave como la entrega del petróleo o del litio.

Todo esto ocurre mientras en el plano político interno se acumulan escándalos. El caso de las coimas del tres por ciento, que golpeó de lleno al gobierno, destapó una trama de corrupción que pone en evidencia lo que muchos ya intuían. Las promesas de transparencia eran apenas una fachada. La caída de la imagen presidencial, la imposibilidad creciente de sostener el discurso del alivio, la inflación que golpea a las familias, la pobreza estructural que se profundiza, todo eso construye un escenario de descontento social cada vez más difícil de contener. Hablar de reelección en estas condiciones es casi un despropósito. Incluso la finalización del mandato aparece en duda ante el riesgo de un estallido social si la crisis continúa su escalada.

El pueblo argentino no puede seguir tolerando que se lo engañe con discursos vacíos mientras se negocia su futuro en oficinas extranjeras. No puede aceptar que se quemen miles de millones de dólares para sostener artificialmente el valor del dólar mientras jubilados cobran migajas, universidades se desfinancian y personas con discapacidad no reciben lo que les corresponde por derecho. No puede avalar que recursos como el agua o el petróleo se entreguen bajo condiciones oscuras, hipotecando la soberanía y el bienestar de generaciones.

La conclusión es clara y brutal. Lo que se está negociando no es un préstamo, es la entrega de soberanía. Lo que se está comprometiendo no es un balance fiscal, es el futuro de un país entero. Lo que se está hipotecando no son solo cifras en dólares, son barriles de petróleo que aún no se extrajeron, litros de agua que aún no se consumieron, generaciones que aún no nacieron. Se nos dice que lo peor ya pasó, pero lo peor es lo que viene si seguimos aceptando esta dinámica de dependencia y entrega.

Vos que estás leyendo esto tenés que preguntarte si vas a seguir siendo espectador de cómo te arrebatan lo que es tuyo. Porque la deuda no es una cuestión lejana ni un asunto de tecnócratas, es el modo en que te condicionan la vida. La pregunta es si vamos a seguir creyendo que este país está condenado a endeudarse eternamente o si vamos a empezar a discutir en serio cómo recuperar la soberanía.

Esa discusión exige ir más allá de las coyunturas. Recuperar la soberanía significa también establecer límites claros: una ley que prohíba concesionar o vender los recursos estratégicos del país. Solo así el petróleo, el agua, el litio y la energía dejarán de ser moneda de cambio en las negociaciones de la deuda y volverán a ser lo que siempre debieron ser: bienes comunes, inalienables y al servicio de las generaciones presentes y futuras.

Razón, racionalidad, razonabilidad

Por Susana Maidana.

¿Qué significa pensar con razón en un mundo que parece celebrar la irracionalidad? La palabra resuena solemne, pero también incómoda. Durante siglos la razón fue presentada como el núcleo de nuestra vida en común, la medida de lo humano, la brújula de la filosofía y de la política. Sin embargo, nunca estuvo libre de tensiones; razón, racionalidad y razonabilidad son términos que se cruzan, se confunden y se combaten, revelando que lo que parece evidente rara vez lo es.

El origen: logos y ratio

El punto de partida está en Grecia. Logos no era solamente palabra, significaba reunión, lugar donde el ser se desoculta, donde algo adquiere sentido. Heidegger recuperó ese matiz, el logos no fija una identidad definitiva, sino que abre lo dinámico, lo que puede revelarse. Otto, por su parte, recordaba que mythos también era palabra, pero palabra fáctica, lo real narrado. Platón intentó dejarlo atrás, reducir el mito a fábula, pero en Homero todavía mythos y logos no se oponen, sino que se tensionan. El paso del mito al logos no es, entonces, el abandono de la fantasía por la razón, sino la transformación de la palabra en fundamento, en explicación.

Roma ofreció otra inflexión; ratio. Allí razón significaba calcular, valorar, explicar. También medir, ponderar, administrar. Era la palabra del Imperio, de la contabilidad y el orden. La modernidad heredó ambas dimensiones, la razón como fundamento y como instrumento, como luz que aclara y como cálculo que ordena. Ferrater Mora lo sistematizó con precisión, razón como facultad de conocer lo universal, como proporción matemática, como fundamento de algo o, simplemente, como decir.

Tipos de razón: entre la ciencia y la vida

Con el tiempo se multiplicaron las formas de la razón. Dialéctica, especulativa, histórica, instrumental, práctica, pura, teórica, vital. Ferrater Mora las enumera con detalle. Kant distinguió entre razón teórica y razón práctica, la primera busca conocer, la segunda orientar la voluntad en ética, política, religión. Norberto Bobbio propuso otro eje; una razón fuerte, propia de la ciencia y su pretensión de universalidad, y una razón débil, prudencial, consciente de límites y contextos.

Pero incluso en la modernidad hubo voces críticas frente a las pretensiones absolutas de la razón. David Hume despojó a la causalidad, la identidad y las ideas abstractas de todo carácter ontológico; no existen como verdades universales, dependen de la percepción y del sentimiento. La razón, dijo, es esclava de las pasiones. Allí donde la Ilustración veía claridad y distinción, Hume encontró incertidumbre. Kant intentó salvar a la razón de ese naufragio, pero lo hizo reconociendo sus límites, puede conocer el fenómeno, no la cosa en sí.

En esa tensión seguimos atrapados, entre la razón que busca certezas y la experiencia que las desarma, entre la razón que quiere dominar y la vida que resiste ser reducida al cálculo.

Racionalismo y empirismo: la disputa moderna

La modernidad se organizó alrededor de un dilema. El racionalismo, con Descartes a la cabeza, exigía claridad, distinción, certeza, autosuficiencia. Tomaba a las matemáticas como modelo, lo simple garantiza la verdad. El empirismo, con Locke y Hume, advertía que todo conocimiento empieza en la experiencia y no debe ir más allá de ella. Kant intentó una síntesis, reconoció que la razón no puede acceder a lo absoluto, pero tampoco puede prescindir de las estructuras a priori que hacen posible el conocimiento.

Esa disputa no fue solamente filosófica, moldeó la política, la ciencia y hasta la estética. La confianza racionalista en sistemas cerrados dio lugar a proyectos de dominio total (desde utopías revolucionarias hasta burocracias de hierro). La cautela empirista, en cambio, alimentó la sospecha frente a todo dogma, pero también el escepticismo paralizante.

Usos de la razón: proyectar, investigar, construir

Roberto Rojo distinguió tres modos de usar la razón. El proyectivo, que busca la verdad, la razón como luz natural que se lanza sobre el mundo. El introyectivo, que investiga a la propia razón para conocer sus límites (Kant, Husserl). Y el constructivo, que edifica modelos teóricos (Agustín, Hobbes, Leibniz).

Estos usos muestran que la razón no es un espejo pasivo de la realidad, sino una fuerza creadora. Hobbes la redujo a cálculo —sumar y restar nombres—, mientras que Leibniz levantó con ella un edificio monadológico para explicar la totalidad. En todos los casos, la razón no se conforma con describir, produce, organiza, configura.

Racionalidad: el sesgo de la eficiencia

Cuando hablamos de racionalidad, entramos en otro terreno. Aquí la razón se encarna en prácticas, en sistemas, en ideologías. Hablamos de racionalidad económica, jurídica, histórica. Cada una con su propio lenguaje, sus propios fines, sus propios sesgos. Cuno Cruz recuerda que la racionalidad suele usarse en contextos ideológicos, la racionalidad instrumental mide eficacia; la racionalidad jurídica, corrección; la racionalidad histórica, causalidad en procesos sociales.

Max Weber lo vio con claridad, la modernidad se caracteriza por la racionalización creciente de la vida, la burocracia, la dominación legal. Todo puede medirse, cuantificarse, ordenarse. Pero ese proceso, que prometía emancipación, engendró una nueva jaula; la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental.

Razonabilidad: el límite moral

La razonabilidad introduce un matiz distinto. Perelman y Alexy lo señalaron, mientras la racionalidad tiene que ver con la coherencia lógica y la eficiencia, la razonabilidad se orienta a valores. Una decisión es razonable si puede ser aceptada por una comunidad, si supera la prueba del auditorio.

No basta con que algo sea racional. Una política puede ser racional y, al mismo tiempo, profundamente irrazonable, basta mirar cómo se justifican guerras, recortes sociales o algoritmos financieros que destruyen vidas en nombre de la eficiencia. Lo razonable apela al equilibrio, a la justicia, a lo humano. Es, en última instancia, un límite moral a la lógica del cálculo.

La paradoja ilustrada: razón y mito

La Ilustración creyó haber liberado a la humanidad mediante la razón. Pero Adorno y Horkheimer, en Dialéctica de la Ilustración, mostraron la paradoja, la razón que se pretendía emancipadora terminó convirtiéndose en mito. La misma lógica que permitió dominar la naturaleza se transformó en dominación del hombre por el hombre. Hoy esa paradoja reaparece en nuevas formas, la razón algorítmica, el big data, la inteligencia artificial que promete objetividad y transparencia, pero que reproduce sesgos, invisibiliza y controla.

La razón débil y nuestro presente

La postmodernidad rompió el sueño moderno de una razón universal. Gianni Vattimo habló de una “razón débil”, menos arrogante, más consciente de sus límites, abierta a la contradicción y la ambigüedad. No es irracional, es una razón que resiste a la tentación del absolutismo. Una razón que ya no impone, sino que dialoga; que ya no busca certezas inquebrantables, sino que sostiene la fragilidad de la existencia.

En tiempos donde la racionalidad instrumental lo devora todo —desde la economía hasta el arte, desde la política hasta la vida cotidiana—, la razón débil puede ser un refugio y una herramienta. Una manera de resistir al cálculo que lo reduce todo a números y resultados.

La razón como resistencia

Tal vez la tarea pendiente sea esta: recuperar una razón que no se agote en el cálculo ni en la autosuficiencia, sino que se atreva a ser razonable. Una razón que habite la incertidumbre sin rendirse a la trivialidad, que pueda sostener preguntas incómodas en un tiempo que busca anestesiarlas con espectáculo y consumo.

Porque, al final, la verdadera fuerza de la razón no está en imponer certezas, sino en resistir el olvido. Y en esa resistencia se juega todavía la posibilidad de pensar y de vivir juntos.

Estado cruel

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Por María Vera.

La crueldad es la más terrible de las armas del poder.

Hannah Arendt

Quienes hoy critican y ponen en sospecha a las personas con discapacidad, aplaudiendo el recorte de sus derechos, no comprenden —o no quieren comprender— la dimensión de la crueldad que atraviesa este colectivo. No se trata de un error administrativo ni de una simple “falta de recursos”. Se trata de una política deliberada, ejecutada por un grupo de ineptos malintencionados que gobiernan el país, y en particular la provincia de Tucumán, como si fueran dueños de un feudo.

En esa lógica perversa, los más vulnerables están destinados a la condena: como en la antigua Esparta, donde los niños “imperfectos” eran arrojados al monte Taigeto, las personas con discapacidad son hoy sacrificadas simbólicamente, expulsadas del derecho a la salud, a la educación, a la dignidad. Plutarco narra cómo en Lesca los ancianos examinaban a los recién nacidos y, si los consideraban “degenerados”, los arrojaban al abismo. Esa misma sombra reaparece en nuestra historia reciente: un Estado que se cree juez de quién merece vivir y quién no.

La crueldad no es nueva. En la Alemania nazi se aplicó un plan sistemático de exterminio de personas con discapacidad: más de 200.000 asesinados en hospitales, escuelas y asilos. Fue el antecedente de los campos de concentración. Y hoy, sin llegar a esos extremos, asistimos a un eco inquietante: la exclusión disfrazada de ajuste. Cuando se recortan tratamientos oncológicos, programas de rehabilitación física, medicación básica o apoyos educativos, lo que se está decidiendo —de manera silenciosa pero implacable— es quién puede continuar su vida y quién queda condenado a la marginación.

En Argentina, la llamada “Ley de Emergencia en Discapacidad” se ha transformado en letra muerta. Su reglamentación nunca llegó, el decreto presidencial que debería hacerla efectiva permanece ausente, y la normativa se vuelve papel vacío. Mientras tanto, los discursos oficiales repiten frases hechas sobre “austeridad” o “orden”, y muchos ciudadanos, influenciados por esa retórica, terminan señalando a las propias personas con discapacidad como sospechosas de ser un “costo”. La crueldad, en este caso, no solo se mide en la indiferencia del Estado, sino también en la complicidad social que legitima esa indiferencia.

Porque un Estado cruel no se construye únicamente desde arriba. Se sostiene cuando parte de la ciudadanía acepta la lógica de que hay vidas que valen menos, que ciertos derechos son “privilegios” y que la dignidad puede ponerse en pausa hasta que la economía lo permita. Es el viejo veneno del utilitarismo más brutal: lo que no produce, lo que no rinde, lo que no encaja en la maquinaria, puede descartarse.

Pero la historia enseña que cada vez que se ha naturalizado la crueldad contra los más frágiles, lo que siguió fue una degradación colectiva. Lo dijo Primo Levi: “ocurre, pues, que dondequiera que el sufrimiento se tolera, todos se vuelven cómplices”. Y ese es el verdadero peligro que enfrentamos: no solo la perversidad de los funcionarios, sino la corrosión moral de una sociedad que se acostumbra a mirar hacia otro lado.

Sin embargo, también sabemos que los derechos nunca se concedieron gratuitamente: siempre fueron fruto de luchas y resistencias. A pesar del dolor, seguiremos defendiendo nuestros derechos humanos, políticos y sociales. No por una cuestión de caridad, sino por justicia. Porque la crueldad del Estado no podrá borrar la memoria ni la voz de quienes se niegan a ser silenciados.

En un Estado cruel, resistir no es una opción: es la única manera de afirmar que todavía estamos vivos.

Dolarización: ¿salvación o espejismo?

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Por Nicolás Anfuzo.

La libertad económica es la base de la prosperidad.
Una moneda estable es el primer paso para alcanzarla.

Milton Friedman.

La libertad de elegir una moneda estable es
el primer paso para liberar a los ciudadanos del yugo del Estado inflacionario.

Friedrich Hayek.

Argentina lleva décadas atrapada en un laberinto económico: inflación galopante, devaluaciones constantes y una moneda que parece desvanecerse en los bolsillos. Sin embargo, algo está cambiando. La inflación, que llegó al 25,5% mensual en diciembre de 2023, ha caído a menos del 5% en agosto de este año, un logro que pocos creían posible. En este contexto de transformación, la propuesta de dolarizar la economía, impulsada por Javier Milei, aparece como una luz al final del túnel. ¿Y si la dolarización no es solo una idea radical, sino el primer paso hacia una Argentina próspera y estable? 

Dolarizar significa dejar atrás el peso, cerrar el Banco Central y adoptar el dólar como moneda oficial. Para muchos argentinos, cansados de ver cómo sus ahorros se evaporan, esta idea suena como un sueño. Imaginemos un país donde los precios no suben cada semana, donde ahorrar es posible y donde los inversores confían en traer sus capitales. Países como Ecuador, que dolarizaron hace más de dos décadas, lograron frenar la inflación y atraer estabilidad. En Argentina, donde la inflación acumulada en 20 años supera el 10.000%, la dolarización podría ser el ancla que necesitamos para salir del caos. Claro que no es un camino sin desafíos. Las reservas del Banco Central están en terreno frágil, y medidas como la eliminación de retenciones a exportaciones, que podría costar US$ 1.600 millones al año, deben ir acompañadas de un plan sólido para acumular dólares. Pero aquí es donde radica la esperanza: el gobierno de Milei está sentando las bases para un cambio estructural. La quita de regulaciones y el superávit fiscal, aunque imperfectos, demuestran que es posible ordenar las cuentas públicas y atraer inversión. Dolarizar no es solo cambiar de moneda; es una señal al mundo de que Argentina está lista para jugar en serio.

¿Qué significa esto para nosotros, los argentinos de a pie? En un país dolarizado, el salario de un maestro o el ingreso de un comerciante podrían recuperar su valor. Las pymes, hoy asfixiadas por impuestos y tasas altas, podrían encontrar un entorno más predecible para crecer. Incluso el campo, nuestro motor exportador, podría beneficiarse si se complementa la dolarización con políticas que mantengan su competitividad. No se trata de un milagro instantáneo, pero sí de un horizonte claro: una economía donde planificar a largo plazo no sea una utopía. Por supuesto, hay riesgos. Sin reservas suficientes o una transición bien planificada, la dolarización podría tropezar. Pero en lugar de temer a los obstáculos, veamos la oportunidad. Este gobierno ha demostrado que puede romper con décadas de inercia: el ajuste fiscal, la baja de la inflación y la apertura al mundo son pruebas de que el cambio es posible. La dolarización podría ser el catalizador que, junto con reformas tributarias y laborales, nos saque del estancamiento y nos devuelva la confianza en nuestro futuro. Argentina merece dejar de ser sinónimo de crisis. La dolarización, bien ejecutada, puede ser el primer paso hacia una economía que premie el esfuerzo, fomente el trabajo y devuelva a los argentinos la esperanza de un mañana mejor. ¿Estamos listos para dar ese salto? La respuesta está en nuestras manos, y por primera vez en mucho tiempo, parece que el futuro puede ser nuestro aliado.

¿El ocaso de Naciones Unidas?

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Por María José Mazzocato.

En el sistema internacional, la moral es un lujo que las potencias pueden permitirse; la periferia, en cambio, debe actuar con realismo si quiere sobrevivir.

Carlos Escudé.

El miércoles 24 de septiembre de 2025 quedará registrado como un punto de inflexión simbólico, si no histórico, en la política internacional contemporánea. La Asamblea General de las Naciones Unidasese foro que alguna vez condensó la esperanza de un orden global basado en la cooperación, la representación y el diálogo entre Estados soberanos — se mostró más deshilachada que nunca. Los discursos de Donald Trump y Javier Milei, a su manera, confirmaron, que lo que está en crisis no son las naciones, sino el sistema que pretendía representarlas.

Lo que se vivió en esa jornada no fue una simple sucesión de discursos protocolares ni un despliegue de retórica populista. Fue, sobre todo, un diagnóstico. Desde polos ideológicos distintos pero con un mismo gesto de desconfianza, tanto Trump como Milei señalaron la decadencia de las Naciones Unidas y la urgencia de revisar un entramado institucional que ya no responde a las lógicas del siglo XXI. Lo hicieron sin matices y con un lenguaje que incomodó a más de un representante diplomático, pero que resonó con fuerza en la opinión pública global.

En rigor, no se trata de un fenómeno nuevo. Desde hace años, el sistema multilateral atraviesa un proceso de erosión profunda. El Consejo de Seguridad sigue paralizado por el poder de veto de sus miembros permanentes; las resoluciones de la Asamblea General se multiplican sin efectos reales; y la burocracia de la ONU, inflada y autorreferencial, parece más preocupada por su supervivencia institucional que por ofrecer respuestas concretas a los desafíos globales. La paradoja es mu evidente, la organización nacida “por y para las naciones” hoy se percibe como una estructura distante, incapaz de representar sus intereses y, lo que es peor, desconectada de sus ciudadanos.

El dato más significativo es que hasta Estados Unidos, arquitecto central de este orden, expresa su malestar. Trump lo dijo sin rodeos: el sistema multilateral “ya no sirve a los pueblos libres” y se ha transformado en un “club de burócratas que decide sin rendir cuentas”. Las palabras pueden sonar incendiarias, pero reflejan una realidad,que incluso las grandes potencias sienten que las instituciones diseñadas en 1945 no están a la altura de las disputas del presente.

En ese contexto aparece la figura de Javier Milei, y con ella un nuevo interrogante ¿puede Argentina, desde su periferia geopolítica, reposicionarse en medio del colapso del multilateralismo tradicional? Milei parece creer que sí. Su discurso en la Asamblea fue, ante todo, un acto de desafío. Denunció el inmovilismo del sistema internacional, criticó a la ONU por su inacción ante crisis humanitarias y guerras prolongadas, hablo de Malvinas y del gendarme secuestrado en Venezuela Nahuel Gall, y se presentó como un líder dispuesto a “decir lo que nadie quiere decir”. Su estilo disruptivo no es solo retórico, es también una parte de una estrategia deliberada para reconfigurar el lugar de Argentina en el mundo.

Para entender esta estrategia conviene recuperar el marco conceptual del realismo periférico, desarrollado por el politólogo argentino Carlos Escudé. En sus textos, Escudé sostuvo que los Estados periféricos deben actuar con pragmatismo en un sistema internacional jerárquico. Las potencias definen las reglas del juego, y las naciones menores — lejos de enfrentarlas en gestos inútiles — deben reconocer esa asimetría y buscar márgenes de maniobra inteligentes dentro de ella. La clave no es desafiar el orden global desde la irrelevancia, sino aprovechar sus grietas para ganar visibilidad e influencia.

Milei parece moverse en esa lógica, aunque con matices. Su alineamiento explícito con Estados Unidos e Israel, su acercamiento discursivo a figuras como Trump y su rechazo frontal a organismos multilaterales pueden leerse como un intento de reubicar a Argentina en un nuevo mapa de alianzas. Pero no se trata de un alineamiento automático ni de una sumisión sin matices, el presidente Milei quiere que Argentina deje de ser un actor pasivo y comience a ser una incógnita en el tablero global, una nación cuya posición no puede darse por sentada.

Esta estrategia, sin embargo, plantea interrogantes profundos. ¿Puede una política exterior basada en la provocación y el rechazo a las instituciones tradicionales traducirse en poder real? ¿O corre el riesgo de aislar a la Argentina en un mundo que, pese a sus contradicciones, sigue necesitando mecanismos de coordinación global? La respuesta depende, en gran medida, de cómo evolucione el propio sistema multilateral.

Lo cierto es que la ONU atraviesa una crisis de legitimidad que trasciende ideologías. La falta de representatividad del Consejo de Seguridad — donde África y América Latina siguen sin asientos permanentes — es apenas el síntoma más visible de un mal mayor: la desconexión entre una estructura pensada para el mundo bipolar de posguerra y un escenario multipolar, fragmentado y acelerado. El multilateralismo, tal como lo conocimos, está en entredicho. Y no son solo los “outsiders” quienes lo cuestionan; lo hacen también actores centrales del sistema.

En este punto, el discurso de Milei puede leerse menos como un capricho ideológico y más como un termómetro. Su crítica a la ONU, más allá de los modos, sintoniza con un malestar global cada vez más extendido. Su alianza con figuras como Trump no es un gesto de subordinación, sino un intento de insertarse en un debate más amplio sobre la necesidad de rediseñar el orden internacional. Y su decisión de colocar a Argentina en el centro de ese debate — aunque sea desde el lugar incómodo de la disrupción — responde a una convicción, donde en un mundo en transición, la irrelevancia es el peor de los destinos posibles.

La escena del 24 de septiembre no fue, entonces, un episodio aislado, sino el espejo de un proceso histórico. La ONU, que nació como símbolo de cooperación, se enfrenta a su crisis más profunda. Las potencias ya no confían en ella. Las naciones periféricas buscan nuevas estrategias. Y los liderazgos disruptivos, lejos de ser anécdotas, se convierten en actores centrales de esta transformación.

Milei, con su retórica inflamable y su apuesta por reposicionar a Argentina como incógnita, no hace más que subrayar una verdad que incómoda, aquella verdad del que el orden internacional ya no tiene quién lo represente. Y mientras la ONU se consume en su propia irrelevancia, el tablero global se reconfigura constantemente, sin siquiera pedirle permiso.

 

80º Asamblea General y, ¿otra oportunidad para Taiwán?

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Por Ludmila Flavia Gonzalez Cerulli.

El potencial de la isla para aportar desde el pragmatismo a la comunidad internacional

Esta semana se lleva a cabo la 80ª Asamblea General de la ONU y el mismo Secretario General Antonio Guterres admite que la comunidad internacional atraviesa múltiples crisis. The New York Times también lo acaba de dejar claro en su su reciente artículo: la agenda en Nueva York está cargada de desafíos y pendientes. Desde la búsqueda de cómo poner punto final a las guerras actuales en Gaza y Ucrania, hasta darse otra oportunidad con aquellas llamadas “olvidadas” como la de Sudán. A su vez, el estancamiento económico, la transición hacia un nuevo orden donde las economías emergentes van punteras, el cuestionamiento sobre la estructura del Consejo de Seguridad y hasta la preocupación sobre el financiamiento para mitigar las crisis humanitarias frente a la caída de los aportes de los principales donantes Estados Unidos, Francia y Reino Unido.

En paralelo, por otro carril marcha la reciente petición de los nueve aliados diplomáticos de Taiwán (siendo doce en total) a Guterres para que la ONU adopte una postura neutral frente al lobby de Beijing durante las sesiones de esta semana. El propósito de esta carta conjunta —firmada por Islas Marshall, San Cristóbal y Nieves, Belice, Guatemala, Palaos y Tuvalu— es retomar, una vez más, el asunto histórico de cómo interpretar la Resolución 2758 para no excluir a Taiwán en los foros internacionales. 

Más allá de su status oficial —con debates de larga historia sobre los posibles argumentos legales a través del Tratado de Shimonoseki y el Pacto de San Francisco—, nace la sugerencia de enfocarse más en la contribución que Taiwán puede generar a la comunidad internacional por fuera de las relaciones diplomáticas. Esto implica tener en cuenta todas sus lecciones aprendidas, su performance económica, la resiliencia de su sociedad, sus valores democráticos y de libertad. Básicamente, cómo todo este know-how puede aportar a otras comunidades.

En medio de un escenario tan inestable económicamente, plagado de conflictos internacionales, operaciones de desinformación, polarización política y sociedades divididas, donde faltan consensos y mejor calidad de diálogo para soluciones efectivas: ¿por qué entonces no probar con un enfoque más pragmático? Tal vez, debamos correr el foco hacia donde podamos aprender y nutrirnos de quienes realmente quieren cooperar. Por el contrario, sumergirse en la arena movediza de la supremacía de formalismos ya dejó de funcionar, no demuestra llevar a buen puerto. 

Si por un momento nos proponemos hacer un ejercicio de pensamiento lateral, la problemática que atraviesa la comunidad internacional y la ONU como su principal referente, hace que la presencia y participación de países como Taiwán sean aún más cruciales. De hecho, su cooperación en tecnología, economía y seguridad puede significar una diferencia a favor del organismo que lidera la búsqueda de las soluciones pacíficas en un mundo en crisis. Por muchas razones, Taiwán no puede ser un Estado Miembro en lo inmediato ni en el mediano plazo; realmente, hay muchos argumentos sin consenso para analizar y que hoy inclinan la balanza del lado de China. 

Sin embargo, desde un rol de observador, Taiwán puede aportar lo que actualmente muchos Estados Miembros no están pudiendo ni tampoco —aparentemente— están interesados. El punto acá no es solo persistir, porque insistir sin foco y sin estrategia, solo desgasta. Pero sí, saber aprovechar “las ganas” de colaborar de algunos actores más allá de los intereses coyunturales.

Taiwán sigue fortaleciendo sus lazos estratégicos con Estados Unidos, Australia, Japón y otras democracias sin tener relaciones diplomáticas. Esto muestra su valor económico y geopolítico, no solo por su liderazgo en la industria de semiconductores, sino también como aliado en la lucha contra amenazas globales vinculadas a la ciberseguridad y las técnicas de Manipulación e Interferencia de Información Extranjera (FIMI, por su sigla en inglés).

«Juntas y juntos somos mejores: más de 80 años al servicio de la paz, el desarrollo y los derechos humanos» es el lema que la ONU formuló para este año. Aunque no sea parte de la agenda de esta semana en Nueva York, sería positivo correrse por un momento de la historia, solo para pensar diferente en cómo seguir hacia adelante.

 

 

Periodista y especialista en Relaciones Internacionales con una década de experiencia en el análisis de la influencia de China y Rusia en América Latina, con foco en Argentina. Sus áreas de estudio incluyen propaganda, injerencia extranjera y ciberguerra. Es Fellow del Transcultural Conflict and Violence Initiative en Georgia State University, Atlanta (EEUU), Research Associate en la Universidad del CEMA (UCEMA), coordinadora de proyectos de la Fundación Libertad y project manager de Desconfío, una iniciativa regional contra la desinformación global. También, se desempeñó como Research Fellow del Ministerio de Relaciones Exteriores de Taiwán.

 

Aforismos

Por David Roth. 

Fragmentos sobre política y tiempo

La política no se entiende sin la experiencia del tiempo. Entre guerras, promesas, proyectos y olvidos, los filósofos y escritores han dejado frases que atraviesan siglos y todavía interpelan nuestro presente. Aquí reunimos algunas de esas voces que piensan el poder en relación con el tiempo.

  • La política es la continuación de la guerra por otros medios.”
    — Carl von Clausewitz, De la guerra, 1832
  • El pasado lleva consigo un índice secreto por el cual es remitido a la redención.”
    — Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la historia, 1940
  • Quien tiene el control del presente, tiene el control del pasado, y quien tiene el control del pasado, tiene el control del futuro.”
    — George Orwell, 1984, 1949
  • El tiempo histórico no es homogéneo ni vacío: está cargado de la presencia mesiánica de lo que pudo haber sido.”
    — Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la historia, 1940
  • El hombre es el único animal que tiene la capacidad de prometer.”
    — Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral, 1887
  • La política se ocupa de las cosas que cambian y solo existe en relación con el tiempo.”
    — Hannah Arendt, La condición humana, 1958
  • El tiempo es el campo de juego de la política: quien lo administra, gobierna.”
    — Reinhart Koselleck, Futuro pasado, 1979
  • El eterno retorno es la forma más extrema de responsabilidad: vivir como si cada instante se repitiera eternamente.”
    — Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, §341, 1882
  • El poder es fuerte porque parece eterno, aunque nunca lo sea.”
    — Michel Foucault, Microfísica del poder, 1978
  • El futuro ya no es lo que era.”
    — Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, 1931
  • El tiempo político de la modernidad es el del proyecto: imaginar un futuro para darle forma al presente.”
    — Paul Ricoeur, Tiempo y narración, 1983
  • En la sociedad del cansancio no hay tiempo para la política, solo para la producción y el rendimiento.”
    — Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, 2010
  • El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social mediada por imágenes.”
    — Guy Debord, La sociedad del espectáculo, 1967
  • Los políticos trabajan sobre un capital invisible: la paciencia del tiempo de los ciudadanos. Y cuando ese crédito se agota, sobreviene la crisis.”
    — Peter Sloterdijk, En el mismo barco, 1993

Y en un tiempo acelerado, recuperar estas frases es también un acto político.

El carisma del monstruo

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Por Juan Schmitt.

El fascismo estetiza la política.

Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.

 

Mussolini: Hijo del Siglo, la serie dirigida por Joe Wright y estrenada en MUBI, reconstruye el ascenso del fascismo italiano a partir de la novela de Antonio Scurati. Ocho episodios narran el trayecto de Benito Mussolini desde su militancia socialista hasta el asesinato de Giacomo Matteotti, en 1924, y el célebre discurso con el que asumió la responsabilidad política del crimen, abriendo el camino hacia la dictadura. La historia es conocida. Lo decisivo aquí no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta.

Joe Wright no es un director cualquiera. Su filmografía incluye adaptaciones prestigiosas como Expiación o Anna Karenina, donde se movía en un registro clásico, con un cuidado estético elegante y una narrativa contenida. En Mussolini: Hijo del Siglo, en cambio, rompe con esa tradición: cámara nerviosa, montaje fragmentado, escenas que parecen coreografiadas para un videoclip más que para un drama histórico. La música electrónica de Tom Rowlands (Chemical Brothers) sustituye las orquestas solemnes por beats hipnóticos que tiñen la serie de una contemporaneidad inquietante. El resultado es un espectáculo visual y sonoro que no busca reconstruir el pasado con distancia académica, sino lanzarlo de lleno a la sensibilidad del presente.

La elección no es ingenua. El fascismo, desde sus inicios, entendió que el poder se construye como espectáculo: desfiles, símbolos, gestos, retórica. Walter Benjamin advirtió que el fascismo no suprime el arte, sino que estetiza la política. La serie parece recoger esa idea y devolverla en espejo: mostrar la política fascista a través de una puesta en escena espectacular. Pero ahí surge la primera tensión: ¿es posible denunciar el espectáculo reproduciéndolo?

Uno de los recursos más potentes —y más peligrosos— de la serie es la ruptura de la cuarta pared. Mussolini nos mira a los ojos, nos habla, nos confiesa. No es un personaje distante que observamos desde afuera: es alguien que nos interpela directamente. Esa mirada genera incomodidad, pero también complicidad. Como espectadores, quedamos atrapados en el mismo dispositivo que Mussolini desplegó en las plazas italianas: la ilusión de que se dirige a cada uno de nosotros.

Luca Marinelli, uno de los actores más intensos del cine italiano actual, encarna a Mussolini con un magnetismo perturbador. Su trayectoria ya lo había mostrado capaz de habitar personajes extremos (Martin Eden, Lo chiamavano Jeeg Robot). Aquí, su actuación se convierte en el corazón de la serie. Marinelli compone un Mussolini brutal, cínico, manipulador, pero también frágil, casi entrañable en algunos momentos. Ese contraste potencia la sensación de ambigüedad: el monstruo se vuelve humano, y por lo tanto más inquietante.

El problema es que el lenguaje audiovisual tiende a seducir. La música, el montaje, los planos cerrados, la intensidad actoral: todo eso acerca a Mussolini al espectador. No lo vemos como una figura lejana de manual escolar, sino como alguien tangible, con dudas, con pasiones, con un carisma que atraviesa la pantalla. Y allí radica el riesgo político de la serie: lo que debería ser advertencia puede convertirse en fascinación.

La crítica internacional lo señaló con claridad. En Infobae se destacó la potencia visual de la propuesta, pero también se advirtió que el exceso de estilo podía embellecer lo que debía mostrarse en su crudeza. En Página/12 se remarcó la incomodidad de un retrato que a veces parece justificar al Duce en nombre de sus circunstancias. En Micropsia Cine se elogió la factura técnica, pero se cuestionó la tendencia a estetizar lo monstruoso. La polémica es inevitable: ¿cómo narrar al dictador sin correr el riesgo de suavizarlo?

El cine no es ajeno a este dilema. Leni Riefenstahl, en El triunfo de la voluntad (1935), produjo la obra maestra de la propaganda nazi: un film de una belleza formal indiscutible, puesto al servicio del horror. Pasolini, en Saló (1975), optó por lo contrario: mostrar el fascismo en toda su obscenidad, sin un solo resquicio para la fascinación. Wright se mueve en un territorio intermedio, que recuerda a series contemporáneas como The Crown o House of Cards, donde el poder se estetiza hasta volverse fascinante. Pero aquí el protagonista no es un monarca británico ni un político ficticio: es Mussolini, un dictador real que arrastró a Europa a la catástrofe.

Guy Debord escribió que en la sociedad del espectáculo, lo real se sustituye por su representación. Eso es exactamente lo que ocurre en Mussolini: Hijo del Siglo: lo que fue catástrofe histórica reaparece como producto cultural consumible, envuelto en estética posmoderna. En lugar de distancia crítica, tenemos cercanía visual. En lugar de desmontar el dispositivo fascista, el espectáculo lo reactualiza en clave de streaming.

Hannah Arendt habló de la banalidad del mal para describir la frialdad burocrática de Eichmann. Aquí el problema es otro: la fascinación del mal. Cuando la cámara insiste en la intensidad del dictador, cuando la música lo envuelve en ritmo, cuando el guion lo coloca en el centro absoluto, el espectador no solo entiende cómo funcionaba el fascismo: lo siente. Y sentirlo como si fuera un thriller político más es inquietante, porque acerca demasiado el dispositivo que debería repeler.

En tiempos donde los autoritarismos resurgen bajo nuevas máscaras, esta serie se convierte en espejo. Nos obliga a preguntarnos qué hacemos con estas narrativas: ¿las consumimos como entretenimiento o las leemos como advertencia? ¿Nos fascina el carisma del monstruo, o aprendemos a desconfiar de su encanto?

El cine nunca es inocente. Cada encuadre, cada luz, cada plano es una elección política. Joe Wright consigue un espectáculo vibrante, pero nos deja ante un dilema: ¿estamos viendo la caída de la democracia en la Italia de los años veinte, o estamos consumiendo el carisma de un dictador como si fuera un producto de streaming más?

La respuesta no está en la pantalla, sino en nuestra mirada. Si aceptamos el espectáculo sin distancia, repetimos la operación que Mussolini inauguró hace un siglo. Si lo miramos críticamente, podemos entender que el fascismo no es sólo pasado, sino posibilidad latente. Y que su seducción no debe embellecernos nunca más.

 

Mentiras útiles

Por Fabricio Falcucci.

Gobernar, disciplinar, moralizar y silenciar.

“Si inundas el mundo con información, la verdad se hundirá en el fondo”.

Yuval Noah Harari.

La Verdad como mentira eficiente.

Según Harari la sobreabundancia de información no esclarece, sino que confunde. En este contexto, “La Verdad” deja de ser una revelación para convertirse en una estrategia de poder. A lo largo de la historia, en su nombre se levantaron hogueras, se organizaron cruzadas, se libraron guerras “justas” y se legitimaron imperios. Hoy se invoca con hashtags y campañas virales. Pero detrás de esa fachada de pureza objetiva, “La Verdad” funciona como una fábrica: no descubre, produce; no ilumina, disciplina; no libera, moraliza.

Michel Foucault nos enseñó que no existe la verdad, sino regímenes de verdad: entramados de reglas históricas que determinan qué enunciados circulan como verdaderos y cuáles son relegados al basurero de lo falso. No se revela en un laboratorio, se fabrica en instituciones concretas: la escuela, el hospital, el tribunal, el manicomio, el medio de comunicación y ahora, con más eficacia que nunca, la plataforma digital.

La fábrica digital de lo real

El auge de las redes tercerizó la producción: el nuevo sistema de verdad es el régimen viral. Ya no basta una sotana o un diploma universitario; alcanza con la bendición del algoritmo, con la magia del scroll infinito y la métrica del share. En la proliferación de verdades virales, lo que seduce o emociona siempre supera a lo que es exacto pero monótono.

Así circulan, bajo la forma de reels y tiktoks, verdades instantáneas que se consumen como snacks intelectuales. Se multiplican dietas milagro que demonizan macronutrientes y ocultan la complejidad metabólica y cultural de la alimentación; remedios caseros presentados como curativos mientras se desalienta la atención profesional; fórmulas educativas que reducen el desarrollo infantil a recetas estandarizadas y estigmatizan realidades diversas; rutinas deportivas que universalizan sin reparar en edad, lesiones o contexto; autodiagnósticos psicológicos que trivializan el sufrimiento y mercantilizan la vulnerabilidad; e incluso diagnósticos médicos improvisados que generan pánico o retrasan tratamientos. Y en un extremo aún más oscuro, emergen en Estados Unidos casos de adolescentes que, siguiendo consejos de la inteligencia artificial o contenidos algorítmicamente sugeridos, han llegado incluso al suicidio.

Lo que se normaliza son medias verdades que erosionan la confianza en especialistas acreditados, mientras los algoritmos privilegian aquello que genera reacción, no aquello que resulta objetivo, según ciertos criterios.

Moral de bajo costo

Aquí es donde la mentira se viste de eficiencia. Friedrich Nietzsche ya lo había señalado: la verdad no es más que “un ejército de metáforas” olvidadas. Lo que en otro tiempo fue una invención útil, hoy se convierte en axioma incuestionable. La mentira eficiente es esa ficción que, repetida hasta el cansancio, sancionada por voces autorizadas y amplificada por emociones viscerales, se vuelve inmune a la verificación de hechos.

La industria de la corrección política, las campañas publicitarias de “autenticidad” y la propaganda estatal no son otra cosa que distintas líneas de elaboración de esta misma fábrica. El producto final no es información: es obediencia moral.

Porque lo que se vende, en última instancia, es una moral lista para usar. En su nombre se nos indica qué debemos consumir para ser ecológicos, qué consignas debemos repetir para ser inclusivos, qué debemos desear para ser exitosos y a quién debemos odiar para sentirnos parte del club de los “justos”.

Se trata de una moral low-cost, empaquetada y lista para la distribución masiva que exime al individuo del esfuerzo de pensar por sí mismo. Saramago lo dijo con toda precisión: “He aprendido a no intentar convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”. Y la verdad oficial se presenta como la colonizadora más amable. Entra en nuestras conciencias bajo el disfraz de pureza y lo hace siempre con un tono paternal de superioridad moral.

Los autoproclamados dueños de la verdad son los nuevos predicadores del algoritmo. Se exhiben como custodios de lo correcto, guardianes de lo decente y lo hacen con el aplomo del que no admite disenso. En realidad, son emprendedores de virtud que trafican certezas como mercancías, obediencia envuelta, con moño y etiqueta.

La ironía es que la verdad oficial siempre necesita de la mentira para sobrevivir, se alimenta de mitos fundacionales, de enemigos inventados, de promesas incumplibles. Es una máquina que funciona con el consentimiento entusiasta del consumidor, que compra el producto convencido de que es libre cuando, en realidad, está repitiendo consignas ajenas.

Justicia y regímenes de verdad

Decir que “no existen hechos sino interpretaciones” es abrevar en una tradición filosófica que cuestiona la idea de una realidad neutra y accesible sin mediación. Nietzsche introdujo un perspectivismo radical: lo que tomamos por hecho está siempre visto desde intereses, deseos y marcos conceptuales humanos. La hermenéutica mostró cómo comprendemos desde presupuestos que se transforman con cada interpretación. La filosofía de la ciencia enseñó que los datos no hablan por sí solos: se hacen legibles dentro de teorías y prácticas metodológicas.

En el derecho, la relación con la verdad también ha mutado: de la verdad material, entendida como aspiración a reconstruir “lo que realmente ocurrió”; a la verdad objetiva, apoyada en criterios de neutralidad y en pruebas contrastables; hasta la verdad procesal, que no busca la certeza absoluta, sino la suficiente dentro de un marco de reglas probatorias, estándares de convicción y plazos determinados.

Esto muestra que la justicia nunca accede a una verdad absoluta, sino a un constructo limitado. En los tribunales, la “verdad procesal” puede no coincidir con la histórica ni con la mediática y menos aún con la viral. Las redes, con su lógica de inmediatez, imponen climas de opinión que distorsionan procesos judiciales, pervierten la presunción de inocencia y condicionan decisiones.

La epistemic injustice se suma como riesgo: ciertos testimonios son desacreditados por prejuicios sociales, negándoles capacidad epistémica. Para que la justicia cumpla su función emancipadora requiere transparencia en la producción de pruebas, pluralidad de peritajes, independencia de jueces y una esfera pública capaz de distinguir evidencia de performatividad.

La tarea consiste en sospechar 

La historia muestra que nunca fue una categoría monolítica, sino un dispositivo mutable al servicio de proyectos culturales y normativos. En la tradición griega, la verdad era aletheia: desocultamiento. Platón la ubicó en el mundo de las Formas, Aristóteles la definió como correspondencia entre lo dicho y lo real. En Roma se la vinculó con la rectitud moral. Agustín la inscribió en lo divino.

La fábrica de lo real produce certezas como electrodomésticos: con manual de instrucciones, garantía y fecha de vencimiento. Harari advierte que en el siglo XXI las redes sociales ya no solo median la circulación de información, sino que se transforman en una maquinaria de dominación: un poder que modela emociones, opiniones y conductas a escala global, controlando la atención como si fuera el recurso más escaso de la política contemporánea. Frente a esto, la tarea ética no consiste en encontrar una verdad más pura, sino en sospechar de quienes dicen poseerla.

Defender la justicia exige cultivar la duda como virtud cívica, proteger la pluralidad interpretativa y resistir las verdades empaquetadas que reducen la complejidad a consignas consumibles.

La libertad no está en poseer La Verdad, sino en negarse a ser su instrumento. Implica reconocer que cada certeza es un dispositivo de poder, que cada moral prefabricada oculta un interés y que cada verdad viral es más estrategia que descubrimiento.

La verdadera tarea crítica no es acumular respuestas, sino sostener preguntas: ¿qué verdad me quieren vender, a quién sirve, a quién excluye, qué silencio produce? Se trata, en definitiva, de descubrir —como advertía Sui Generis— al fabricante de mentiras que se esconde detrás de cada certeza prefabricada. Solo así la verdad y la justicia pueden encontrarse como tareas compartidas y no como productos de consumo, y solo así podemos aspirar a construir nuestras propias verdades en común, conscientes, libres y responsables.

En este sentido, la filosofía revela su valor como ciencia que no entrega respuestas definitivas, sino que sustenta nuestras preguntas y guía la reflexión crítica, recordándonos que dudar es siempre una forma —y tal vez la más auténtica— de libertad.