Por José Mariano.
Donde falta la esperanza, todo nos parece definitivo.
Ernst Bloch.
No vivimos de esperanza, vivimos de su maquinaria. Promesas que se reciclan, slogans que se visten de futuro, campañas que simulan horizontes. La esperanza ya no es el impulso utópico que moviliza, sino el engranaje que lubrica la opinión pública. Se enciende, se indigna, se entusiasma y se apaga con la misma velocidad con que un trending topic sube y cae. Lo que debería abrir caminos se ha convertido en un dispositivo de marketing, en un simulacro de futuro que sólo sirve para mantener en marcha un presente agotado.
Bloch pensaba la esperanza como el principio que lanza al hombre hacia adelante, un horizonte que nos impulsa a transformar lo que todavía no existe. En El principio esperanza, insistía en que imaginar lo no dado es una capacidad política, ética y estética al mismo tiempo. La esperanza, para él, era chispa de historia. Pero en nuestra época esa chispa se convirtió en mercancía. La esperanza se empaqueta, se mide en encuestas y en clics. No abre horizontes, mantiene a la gente atrapada en el mismo lugar.
Los políticos ya no administran hechos, administran expectativas. Una elección es apenas un laboratorio de esta maquinaria, se fabrican futuros posibles, se los convierte en slogans, se los proyecta como trailers de una película que nunca se estrena. Y una vez que la pantalla se apaga, todo vuelve a empezar, como si jamás hubiésemos visto la misma trama. La esperanza se volvió serial, siempre la misma temporada, con diferentes actores.
Neil Postman lo advirtió en los años 80, cuando la información se convierte en entretenimiento, la política deja de ser un debate de ideas y pasa a ser un espectáculo de promesas. Byung-Chul Han prolonga esa crítica, en la sociedad de la transparencia, todo se muestra pero nada se sostiene. El resultado es una opinión pública que reacciona de inmediato, pero casi nunca reflexiona. Pierre Bourdieu lo llamó illusio, un juego colectivo en el que todos sabemos que se trata de artificios, pero igual participamos. Y Debord lo había dicho en La sociedad del espectáculo, lo real se sustituye por su representación. Hoy, la esperanza también se representa como espectáculo.
En Argentina, esa maquinaria se hace visible en cada elección. Promesas de desarrollo, de crecimiento económico, de seguridad, de educación. El “futuro mejor” es apenas un packaging, una etiqueta que sube y baja como cualquier producto de góndola. La política administra esperanzas como quien administra stocks de campaña.
Tucumán lo conoce de memoria. Obras prometidas en cada ciclo electoral, rutas que nunca se terminan, hospitales que no se inauguran, escuelas que se anuncian y se olvidan. Promesas de seguridad que vuelven cada dos años, jingles que cambian de tono pero repiten la misma letra. La maquinaria de la esperanza no necesita cumplir, necesita seguir prometiendo. Y mientras tanto, la vida cotidiana se sostiene con precariedad, con improvisación, con un presente que no cambia aunque se lo pinte de futuro.
Pero la tragedia no es sólo el engaño. Es el cansancio. Sloterdijk lo llamó razón cínica, todos sabemos que las promesas no se cumplirán, pero actuamos como si creyéramos. El ciudadano vota, comparte, se indigna, se entusiasma, repite la liturgia electoral con plena conciencia de que los slogans son vacíos. Esa contradicción desgasta, no produce esperanza, sino desidia.
La esperanza convertida en marketing no genera futuro, genera un ritual vacío. La gente ya no espera en serio, participa del rito de esperar desde la indiferencia. Y ese ritual no libera, sino que inmoviliza. La sociedad se acostumbra a vivir en una suerte de presente perpetuo, donde lo único que cambia son los jingles de campaña y la escenografía televisiva. La sobreproducción de esperanzas no abre horizontes, los clausura.
Bloch veía en la esperanza la fuerza utópica que impulsa a transformar lo imposible. Hoy, esa fuerza se consume en fuegos artificiales de campaña. El resultado es una sociedad que vive esperando, pero que ya no espera nada.
Chantal Mouffe recordaba que la política siempre moviliza pasiones colectivas, no hay democracia sin afectos. El problema no es la esperanza en sí, sino su secuestro. Cuando se convierte en mercancía electoral, deja de ser motor para volverse farsa. Recuperar la esperanza como pasión legítima es indispensable, sin ella, no hay posibilidad de proyecto común.
Los medios cumplen un papel decisivo en este secuestro. No informan, administran la temperatura emocional de la sociedad. Una encuesta, un sondeo, una proyección electoral bastan para inflar o desinflar expectativas. El noticiero construye la narrativa de que “se viene algo nuevo”, incluso cuando todos sabemos que se trata de una vieja promesa con nuevo envase. La esperanza se convierte en guion televisivo, se produce, se repite y se descarta.
Frente a esta maquinaria, la tarea crítica no puede limitarse a denunciar la mentira. Hay que desactivar el engranaje que convierte la esperanza en simulacro. No se trata de abolir la esperanza, sino de arrancarla de la lógica de mercado y devolverla a la lógica de la vida común.
Interrumpir significa volver a pensar la esperanza como fuerza utópica, como imaginación concreta de lo que todavía no existe. Significa recuperar la chispa de Bloch contra el cinismo de Sloterdijk. Significa mostrar que la esperanza no está en los jingles ni en los spots, sino en el gesto colectivo de quienes se organizan, en la experiencia compartida, en la potencia real de transformar.
Recuperar la esperanza no significa volver al optimismo ingenuo, sino desarmar su secuestro. Aquí la lectura de Terry Eagleton resulta decisiva en Esperanza sin Optimismo plantea que la esperanza no depende de garantías ni de futuros asegurados. Se puede esperar incluso en la oscuridad, sin pruebas ni certezas, porque la esperanza no es cálculo sino apuesta. Frente a la maquinaria que convierte la esperanza en marketing, y frente al cinismo que la degrada en pura ironía, se abre una tercera vía, una esperanza sin optimismo, que asume el riesgo del fracaso y aun así se sostiene. Una esperanza que no necesita jingles ni encuestas, porque no se basa en la promesa de éxito, sino en la dignidad de insistir. Esa es la chispa que vale rescatar, una esperanza que no vende futuro, sino que resiste en el presente.
Desde Fuga no buscamos apagar la esperanza, sino interrumpir la maquinaria que la convierte en farsa. La esperanza verdadera no se compra ni se vende, se practica. No se delega en slogans, se construye en movimiento. Nuestra tarea crítica es mostrar cómo opera esa operación armada y, al mismo tiempo, señalar que la única esperanza que importa es la que se convierte en acción concreta.
Lo que las pantallas simulan no es esperanza, sino repetición. La esperanza verdadera es un acto de interrupción, no mirar lo que nos muestran, sino abrir lo que aún no está dado.
Bienvenidos a la Edición 27.
Esto es Fuga.