Por José Mariano.
El miedo es el más ignorante, el más injurioso y el más cruel de los consejeros.
Edmund Burke.
No vivimos sólo de esperanzas recicladas. Vivimos también del miedo que nos fabrican. Si la esperanza se convirtió en mercancía de campaña, el miedo es hoy la moneda corriente de la política. Se lo administra, se lo distribuye, se lo dosifica. Como cualquier otro bien, el miedo circula, sube en épocas de elecciones, se intensifica en medio de una crisis económica, se desata cuando la sociedad parece a punto de quebrarse.
Hobbes lo explico hace siglos, el Estado moderno se funda en el miedo. En su célebre Leviatán, los hombres renuncian a su libertad no por amor al soberano, sino por miedo a morir violentamente en el caos del estado de naturaleza. El poder nace de ese temor. Pero lo que en Hobbes era una fundación teórica hoy se ha convertido en un negocio político que exige que la incertidumbre nunca se disipe, que la amenaza permanezca siempre latente, que el caos se mantenga al borde para justificar el orden.
Lo vivimos a diario. El miedo al delito se convierte en argumento de la impunidad y la desmesura policiaca; el miedo al desempleo, en excusa para aceptar cualquier condición laboral; el miedo al “otro” —al opositor, al pobre, al extraño— se convierte en la frontera invisible que divide a la sociedad. Cada miedo tiene su administrador, y cada administrador sabe que no hay control más eficaz que el que se ejerce sobre una población asustada, atrapada en la sensación de que todo puede desmoronarse mañana.
Los medios cumplen un rol central en esta economía. No informan, dosifican temores. El noticiero abre con un crimen, sigue con la inflación y cierra con una catástrofe climática. La rutina es simple, miedo a salir a la calle, miedo a no llegar a fin de mes, miedo a que el futuro sea peor. Esa repetición constante moldea la percepción de la realidad. El ciudadano no sólo se informa, aprende a vivir en un presente sin horizonte, donde cada imagen repite que lo peor todavía está por venir.
Byung-Chul Han habla de la “sociedad del cansancio”. Nosotros podríamos hablar de la “sociedad del miedo”. Una comunidad fatigada y asustada es más fácil de gobernar. Sloterdijk lo llamaría razón cínica, todos sabemos que el miedo se exagera, pero igual lo consumimos, igual reaccionamos, igual votamos en función de él. El miedo, como la esperanza, se ha convertido en ritual. Todos lo padecemos, todos lo repetimos, todos lo compartimos.
Pero no se trata sólo de los medios. La política aprendió a legislar sobre la base del miedo. Se aprueban leyes de emergencia que nunca terminan, se dictan medidas excepcionales que se vuelven regla, se construyen liderazgos que prometen protección a cambio de obediencia. El miedo funciona como el gran justificativo de la concentración de poder.
El problema es que el miedo nunca se sacia. Como cualquier mercancía, necesita renovarse. Hoy es el miedo al delito, mañana al virus, pasado al colapso económico. La rueda no se detiene porque el negocio depende de su permanencia. Y cuanto más incierto es el mañana, más rentable resulta ese mecanismo.
En la Argentina, ese dispositivo se vuelve casi una coreografía que se repite cada ciclo electoral. Los comicios no sólo deciden quién gobierna, también activan la maquinaria de la economía del miedo. El dólar se convierte en termómetro del pánico colectivo, cualquier rumor lo dispara, cualquier gesto lo calma, cualquier silencio lo precipita. Todo parece depender de un soplo, como si la economía entera colgara de un hilo invisible. Esta vez, el respaldo financiero de Estados Unidos calmó momentáneamente la corrida cambiaria y alejó al dólar del techo de la banda, pero la calma es apenas un espejismo. Todos saben que nada es gratis en la política internacional, y que cada ayuda externa trae consigo una factura diferida.
Las elecciones, más que nunca, encienden las alarmas. Se agitan pronósticos de crisis terminal, se multiplican diagnósticos apocalípticos, se especula con la imposibilidad de sostener la economía. Aprendimos a vivir mirando el abismo, habituados a que el miedo funcione como variable central de nuestra vida pública. El mercado y los medios convierten esa incertidumbre en espectáculo, y la ciudadanía queda atrapada entre la amenaza y la promesa de salvación.
Frente a esto, nuestra tarea no es negar los riesgos reales —la inseguridad existe, la crisis es tangible— sino desenmascarar la forma en que se los convierte en espectáculo, en mercancía política. La alfabetización política de la que hablaba Brecht pasa hoy también por aprender a leer nuestros miedos, quién los fabrica, quién se beneficia, qué silencios se esconden detrás de ellos.
La economía del miedo produce una sociedad atrapada en la impotencia. Y contra esa impotencia, el periodismo no puede limitarse a describir, tiene que interrumpir. Interrumpir la lógica del miedo significa mostrar que hay vida más allá de la catástrofe televisada, que existen horizontes que no se reducen al “si no somos nosotros, estamos perdidos”.
El miedo como motor político sólo puede sostener un presente sin salida. Si no lo interrumpimos, la incertidumbre se convierte en forma de vida, en un presente perpetuo donde nada comienza y todo se derrumba a la vez.
Pero ahí mismo, en medio de esa intemperie, puede surgir otra energía; no la del miedo que paraliza, sino la del pensamiento que se organiza, la del deseo que resiste, la de la imaginación que se niega a ser secuestrada. La incertidumbre no desaparecerá —nadie puede abolirla—, pero puede dejar de ser amenaza para convertirse en territorio de comienzo. Es en esa grieta donde proyectos como Fuga interrumpen la economía del miedo y devuelven la posibilidad de imaginar lo que todavía no existe.
Bienvenidos a la Edición 28.
Esto es Fuga.