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La máquina de la esperanza

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Por José Mariano.

Donde falta la esperanza, todo nos parece definitivo.
 Ernst Bloch.

No vivimos de esperanza, vivimos de su maquinaria. Promesas que se reciclan, slogans que se visten de futuro, campañas que simulan horizontes. La esperanza ya no es el impulso utópico que moviliza, sino el engranaje que lubrica la opinión pública. Se enciende, se indigna, se entusiasma y se apaga con la misma velocidad con que un trending topic sube y cae. Lo que debería abrir caminos se ha convertido en un dispositivo de marketing, en un simulacro de futuro que sólo sirve para mantener en marcha un presente agotado.

Bloch pensaba la esperanza como el principio que lanza al hombre hacia adelante, un horizonte que nos impulsa a transformar lo que todavía no existe. En El principio esperanza, insistía en que imaginar lo no dado es una capacidad política, ética y estética al mismo tiempo. La esperanza, para él, era chispa de historia. Pero en nuestra época esa chispa se convirtió en mercancía. La esperanza se empaqueta, se mide en encuestas y en clics. No abre horizontes, mantiene a la gente atrapada en el mismo lugar.

Los políticos ya no administran hechos, administran expectativas. Una elección es apenas un laboratorio de esta maquinaria, se fabrican futuros posibles, se los convierte en slogans, se los proyecta como trailers de una película que nunca se estrena. Y una vez que la pantalla se apaga, todo vuelve a empezar, como si jamás hubiésemos visto la misma trama. La esperanza se volvió serial, siempre la misma temporada, con diferentes actores.

Neil Postman lo advirtió en los años 80, cuando la información se convierte en entretenimiento, la política deja de ser un debate de ideas y pasa a ser un espectáculo de promesas. Byung-Chul Han prolonga esa crítica, en la sociedad de la transparencia, todo se muestra pero nada se sostiene. El resultado es una opinión pública que reacciona de inmediato, pero casi nunca reflexiona. Pierre Bourdieu lo llamó illusio, un juego colectivo en el que todos sabemos que se trata de artificios, pero igual participamos. Y Debord lo había dicho en La sociedad del espectáculo, lo real se sustituye por su representación. Hoy, la esperanza también se representa como espectáculo.

En Argentina, esa maquinaria se hace visible en cada elección. Promesas de desarrollo, de crecimiento económico, de seguridad, de educación. El “futuro mejor” es apenas un packaging, una etiqueta que sube y baja como cualquier producto de góndola. La política administra esperanzas como quien administra stocks de campaña.

Tucumán lo conoce de memoria. Obras prometidas en cada ciclo electoral, rutas que nunca se terminan, hospitales que no se inauguran, escuelas que se anuncian y se olvidan. Promesas de seguridad que vuelven cada dos años, jingles que cambian de tono pero repiten la misma letra. La maquinaria de la esperanza no necesita cumplir, necesita seguir prometiendo. Y mientras tanto, la vida cotidiana se sostiene con precariedad, con improvisación, con un presente que no cambia aunque se lo pinte de futuro.

Pero la tragedia no es sólo el engaño. Es el cansancio. Sloterdijk lo llamó razón cínica, todos sabemos que las promesas no se cumplirán, pero actuamos como si creyéramos. El ciudadano vota, comparte, se indigna, se entusiasma, repite la liturgia electoral con plena conciencia de que los slogans son vacíos. Esa contradicción desgasta, no produce esperanza, sino desidia.

La esperanza convertida en marketing no genera futuro, genera un ritual vacío. La gente ya no espera en serio, participa del rito de esperar desde la indiferencia. Y ese ritual no libera, sino que inmoviliza. La sociedad se acostumbra a vivir en una suerte de presente perpetuo, donde lo único que cambia son los jingles de campaña y la escenografía televisiva. La sobreproducción de esperanzas no abre horizontes, los clausura. 

Bloch veía en la esperanza la fuerza utópica que impulsa a transformar lo imposible. Hoy, esa fuerza se consume en fuegos artificiales de campaña. El resultado es una sociedad que vive esperando, pero que ya no espera nada.

Chantal Mouffe recordaba que la política siempre moviliza pasiones colectivas, no hay democracia sin afectos. El problema no es la esperanza en sí, sino su secuestro. Cuando se convierte en mercancía electoral, deja de ser motor para volverse farsa. Recuperar la esperanza como pasión legítima es indispensable, sin ella, no hay posibilidad de proyecto común.

Los medios cumplen un papel decisivo en este secuestro. No informan, administran la temperatura emocional de la sociedad. Una encuesta, un sondeo, una proyección electoral bastan para inflar o desinflar expectativas. El noticiero construye la narrativa de que “se viene algo nuevo”, incluso cuando todos sabemos que se trata de una vieja promesa con nuevo envase. La esperanza se convierte en guion televisivo, se produce, se repite y se descarta.

Frente a esta maquinaria, la tarea crítica no puede limitarse a denunciar la mentira. Hay que desactivar el engranaje que convierte la esperanza en simulacro. No se trata de abolir la esperanza, sino de arrancarla de la lógica de mercado y devolverla a la lógica de la vida común.

Interrumpir significa volver a pensar la esperanza como fuerza utópica, como imaginación concreta de lo que todavía no existe. Significa recuperar la chispa de Bloch contra el cinismo de Sloterdijk. Significa mostrar que la esperanza no está en los jingles ni en los spots, sino en el gesto colectivo de quienes se organizan, en la experiencia compartida, en la potencia real de transformar.

Recuperar la esperanza no significa volver al optimismo ingenuo, sino desarmar su secuestro. Aquí la lectura de Terry Eagleton resulta decisiva en Esperanza sin Optimismo plantea que la esperanza no depende de garantías ni de futuros asegurados. Se puede esperar incluso en la oscuridad, sin pruebas ni certezas, porque la esperanza no es cálculo sino apuesta. Frente a la maquinaria que convierte la esperanza en marketing, y frente al cinismo que la degrada en pura ironía, se abre una tercera vía, una esperanza sin optimismo, que asume el riesgo del fracaso y aun así se sostiene. Una esperanza que no necesita jingles ni encuestas, porque no se basa en la promesa de éxito, sino en la dignidad de insistir. Esa es la chispa que vale rescatar, una esperanza que no vende futuro, sino que resiste en el presente.

Desde Fuga no buscamos apagar la esperanza, sino interrumpir la maquinaria que la convierte en farsa. La esperanza verdadera no se compra ni se vende, se practica. No se delega en slogans, se construye en movimiento. Nuestra tarea crítica es mostrar cómo opera esa operación armada y, al mismo tiempo, señalar que la única esperanza que importa es la que se convierte en acción concreta.

Lo que las pantallas simulan no es esperanza, sino repetición. La esperanza verdadera es un acto de interrupción, no mirar lo que nos muestran, sino abrir lo que aún no está dado.

 

Bienvenidos a la Edición 27.

Esto es Fuga.

Historia económica y poder

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Por Nicolás Gómez Anfuzo.

La historia económica es un proceso de destrucción creadora.
Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia.

La historia económica no es solo una herramienta académica: es un arma política. Quien la ignora está condenado a repetir discursos huecos, mientras los verdaderos actores del poder avanzan sin oposición. Comprender la economía es arrancar el velo de los mitos políticos y desnudar la lógica que gobierna al Estado, al mercado y a las naciones. Solo entonces se puede empezar a pensar un proyecto político auténtico, liberado del infantilismo ideológico.

¿Te has preguntado por qué la política parece un debate eterno entre dos bandos que nunca se entienden? La respuesta es simple y brutal: estás mirando el problema desde el lugar equivocado. La política no es un juego de ideologías abstractas; es un reflejo directo del sistema económico. Tratar de entender la “izquierda” o la “derecha” sin antes sumergirte en cómo el ser humano ha creado, producido y distribuido la riqueza a lo largo de la historia es como intentar ser médico sin conocer el cuerpo humano. Es una pérdida de tiempo. Es ahí, en la historia económica, donde se revela el ADN de cada conflicto, de cada ideología.

La comprensión de la política es imposible sin antes haber estudiado la historia económica. Esta es la única vía para romper la estructura maniquea de izquierda y derecha y para entender conceptos como patria y nación sin caer en el chauvinismo. La tesis central es que la política no es un fenómeno aislado, sino una consecuencia directa de las fuerzas económicas que han moldeado a la sociedad a lo largo de la historia.

La historia económica nos revela cómo los sistemas de producción y distribución de la riqueza han dado forma a las estructuras de poder y a las ideologías dominantes. Desde la esclavitud en las civilizaciones antiguas hasta el capitalismo globalizado, cada época ha tenido una lógica económica que ha determinado quién ostenta el poder y por qué. Sin esta perspectiva, los debates políticos se reducen a una confrontación de principios abstractos, ignorando las condiciones materiales que los originaron. Es como intentar entender una partida de ajedrez sin conocer las reglas del juego.

Al centrarse en la economía, se puede ver que la izquierda y la derecha no son identidades morales fijas, sino respuestas históricas a los problemas y oportunidades generadas por sistemas económicos específicos. La izquierda, por ejemplo, surgió en gran parte como una crítica a la explotación y la desigualdad del capitalismo industrial. La derecha, por otro lado, se consolidó como defensora del Estado planificador y del libre mercado. Sin este contexto, la política se vuelve una lucha entre “buenos” y “malos” en lugar de un análisis de las fuerzas que realmente mueven a la sociedad.

Finalmente, esta perspectiva nos permite entender conceptos como la patria y la nación no como entidades inmutables, sino como construcciones históricas en constante evolución, influenciadas por el comercio, la tecnología y los flujos de capital. Si no se comprende esta dinámica, se corre el riesgo de caer en un chauvinismo vacío y dogmático, donde la nación es un ideal abstracto que se defiende ciegamente, sin entender las complejas realidades económicas que la definen y la transforman. La historia económica es, en última instancia, la clave para una comprensión más profunda y menos polarizada del mundo político.

El maniqueísmo de izquierda y derecha, que tanto nos consume, es una trampa. No son fuerzas cósmicas del bien y del mal. Son, en realidad, dos caras de una misma moneda histórica, forjadas en la fragua de la Revolución Francesa. La izquierda no nació de la compasión universal, sino de la brutalidad de la fábrica capitalista, como una respuesta a la explotación del proletariado. La derecha no es la encarnación del orden divino, sino la defensora del Estado benefactor y del libre mercado que creó esa misma fábrica. Si no comprendes que su origen es una reacción a las realidades materiales de un sistema económico, te quedarás atrapado en un debate sin fin sobre moralidad, mientras los verdaderos motores del poder siguen operando en las sombras.

Además, esta ceguera económica nos impide ver la verdad detrás de conceptos como “patria” y “nación”. Sin entender cómo las guerras, el comercio y la tecnología han moldeado las fronteras, los mercados y las identidades colectivas, la nación se convierte en un ideal vacío y abstracto. Esto nos condena al chauvinismo, una idolatría del territorio que ignora las complejas y a menudo incómodas verdades de cómo se forjaron y se transforman nuestras sociedades. Defender la patria sin comprender su historia económica es como defender a tu equipo de fútbol sin saber las reglas del juego.

En el fondo, la política es el resultado de cómo nos hemos organizado para sobrevivir y prosperar. Desde el control de los esclavos en Roma hasta las cadenas de suministro globales de hoy, el poder político siempre ha seguido al poder económico. Si de verdad quieres dejar de ser un espectador pasivo y entender lo que está pasando en el mundo, tienes que dejar de lado los panfletos ideológicos y abrir un libro de historia económica. Es la única brújula que te guiará fuera del laberinto de la política superficial.

Y ahí está el desafío: elegir entre seguir atrapado en la farsa de izquierdas y derechas o animarse a mirar el corazón económico de la historia. El que entiende esto ya no discute consignas, sino estructuras; ya no repite eslóganes, sino que analiza causas. Esa es la diferencia entre un ciudadano manipulado y un ciudadano libre. Y la libertad, al final del día, no se conquista con discursos: se conquista con comprensión.

Reels y Togas

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Por Fabricio Falcucci.

Ética de la presencia judicial en tiempos digitales.

Un video familiar, un instante de ocio capturado en un teléfono. Lo que para cualquier ciudadano es apenas un recuerdo digital, para una magistrada puede convertirse en el detonante de un debate nacional. La viralización de las imágenes de la jueza Sandra Arroyo Salgado junto a su hija Kala Nisman durante unas vacaciones europeas hizo saltar por los aires la frágil frontera entre lo privado y lo público. Lo que podría parecer un episodio menor de la vida cotidiana expone en realidad una tensión fundamental: cómo conciliar la humanidad del juez con la solemnidad que su investidura exige. Este caso nos obliga a repensar hoy el concepto de decoro judicial: su esencia, su performatividad y su papel crucial en la construcción de confianza social en una época donde la imagen lo es casi todo y lo digital lo vuelve omnipresente.

El caso: cuando lo cotidiano se vuelve viral

Los portales de noticias replicaron hasta el cansancio escenas de una jueza en modo madre: risas, paisajes, complicidad familiar. No hubo alusiones a expedientes, pronunciamientos públicos ni declaraciones políticas. Y, sin embargo, la sola exposición de su intimidad activó una alarma pública. La pregunta dejó de ser sobre una causa puntual y se volvió más abstracta y poderosa: ¿la normalidad de un juez erosiona, por contraste, la solemnidad que reclama su investidura? En otras palabras, ¿puede la humanidad de quien administra justicia convertirse en un riesgo simbólico para la autoridad que encarna?

Este debate no es nuevo, pero la velocidad y el alcance de las redes sociales lo intensifican. Lo que antes quedaba en el marco privado de la familia ahora es consumido por millones en segundos, resignificando gestos inocuos y transformándolos en interrogantes sobre la dignidad y la percepción pública de la función judicial.

El marco normativo y la lección de Dante

La ética judicial nunca se ha limitado a lo que ocurre dentro del despacho. Los Principios de Bangalore de Conducta Judicial (2002), elaborados bajo el auspicio de Naciones Unidas, recuerdan que si bien los jueces gozan de los mismos derechos fundamentales que cualquier ciudadano, deben ejercerlos con un plus de autocontención, porque lo que está en juego no es solo la imparcialidad real, sino también la apariencia de imparcialidad. La misma idea recorre el Código Iberoamericano de Ética Judicial, que advierte que la legitimidad de la función no depende únicamente de ser independiente, sino también de parecerlo, evitando situaciones que puedan despertar sospechas razonables. Esa misma línea aparece en la regulación argentina. Documentos como el Código de Conducta de Magistrados de Mendoza definen el decoro como “el respeto mismo que el juez coloca en la función que cumple y el cuidado de la imagen de la investidura que ejerce”.

Este énfasis en el parecer encuentra un eco literario sorprendente en Dante Alighieri, quien en su Vita nuova escribió sobre Beatriz: “Tanto gentile e tanto onesta pare”. Ese pare —“parece”— nos recuerda que la virtud, para ser efectiva, no basta con poseerla: debe también hacerse visible. En el terreno judicial, esta idea se traduce en la máxima anglosajona: Justice must not only be done, but must be seen to be done”. El decoro, entonces, no es un mero ornamento: es la forma visible de la virtud, la traducción estética de una exigencia ética y la garantía de que la ciudadanía pueda confiar en la justicia no solo como concepto, sino como práctica social tangible.

Filosofía y prudencia: el justo medio del magistrado

La tradición filosófica ofrece herramientas para comprender este mandato de contención y visibilidad. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, hablaba de la phronēsis, la prudencia práctica que permite encontrar el justo medio entre extremos igualmente viciosos. Para el juez contemporáneo, esto significa evitar tanto un ascetismo que lo aísle en una torre de marfil como un exhibicionismo banal que trivialice su investidura.

En la modernidad, Montesquieu imaginó al juez como “la boca que pronuncia las palabras de la ley”. La definición subraya la impersonalidad necesaria de la función judicial: lo que importa no es la personalidad del magistrado, sino la autoridad de la norma que encarna. La sobreexposición personal amenaza con romper esa distancia simbólica, diluyendo el hechizo institucional que sostiene la credibilidad del sistema.

Desde otra óptica, Kant introdujo una idea que también resulta central: el imperativo de tratar a los demás —y a uno mismo— siempre como fines, nunca como medios. Si aplicamos este principio al ámbito judicial, el mensaje es claro: la toga no puede convertirse en instrumento de autopromoción ni de espectáculo. La investidura judicial es un fin en sí mismo y su valor intrínseco debe preservarse con sobriedad, sin confundir humanidad con licencia para la sobreexposición.

Hacia un test prudencial en la era digital

Pero ¿cómo evaluar episodios como el de Arroyo Salgado? El Tribunal Superior de la Provincia de Córdoba (Acuerdo Reglamentario N° 1670 de 2020) establece directrices concretas sobre la conducta de los magistrados en redes sociales, subrayando la importancia de valores como la prudencia, la integridad y la transparencia, e incluye un test orientativo para evaluar la conveniencia de ciertas publicaciones o interacciones en línea.

La idea de establecerlo puede resultar muy prometedora. Pero no debe estar fundado solo en reglas predeterminadas sobre el uso de redes sociales, como lo establece la justicia cordobesa, sino que debe integrar aspectos que requieran de una mirada contextual, de modo que el juzgador pueda interpretar cada situación según la interacción concreta entre conducta privada, impacto público y percepción social.

Por ejemplo, una posible brújula orientadora podría basarse en un triple filtro: primero, examinar el contenido y preguntarse si hay ostentación, mensajes políticos o alusiones a causas en trámite; segundo, medir la trascendencia pública, es decir, si la viralización puede erosionar razonablemente la percepción de imparcialidad; y tercero, considerar la reacción de un observador informado, capaz de valorar si el episodio plantea dudas fundadas sobre la dignidad de la magistrada.

Aplicado al caso concreto, el test resulta tranquilizador: se trató de escenas privadas, inocuas, sin relación con su función jurisdiccional. El riesgo no proviene de la acción misma, sino del modo en que el ecosistema digital amplifica y resignifica esas imágenes, muchas veces descontextualizándolas y creando sensaciones de juicio que no se corresponden con la realidad.

Con el test planteado no solo se aplican reglas rígidas, sino que se incorpora la reflexión sobre cómo la viralización y la resignificación digital pueden distorsionar la realidad, ofreciendo a los magistrados una guía práctica para tomar decisiones prudentes sin caer en la sobre censura ni en la permisividad absoluta.

Jueces humanos en tiempos de algoritmos

El episodio de Arroyo Salgado no es una anomalía, sino el reflejo de un tiempo en que la justicia se ejerce bajo el ojo constante de las cámaras, los celulares y las redes sociales. Los jueces son, sí, figuras institucionales con deberes especiales, pero siguen siendo ciudadanos atravesados por la misma intemperie tecnológica que todos los demás. La pregunta de fondo es cómo gestionar esa doble ciudadanía: la personal, con derecho a una vida privada y la institucional, cargada de un deber de sobriedad y confianza.

El camino no pasa por el pánico moral ni por la censura, tampoco por la permisividad absoluta. Se trata de construir una ética positiva de la presencia, con protocolos claros para el uso de redes sociales, formación en comunicación pública y una mirada social más madura. En este sentido, quizá fuera útil avanzar en la creación de un código de ética judicial complementado con protocolos específicos para redes, adaptado tanto al contexto nacional como provincial. Exigir decoro no significa exigir deshumanización: podemos aprender a ver al juez en su faceta humana sin que eso degrade la toga que representa.

La justicia del futuro no se jugará en los claustros cerrados, sino también en la plaza digital. Su legitimidad dependerá de mostrar cercanía sin perder solemnidad, humanidad, ni autoridad. Entre la toga colgada en el perchero y el teléfono que graba un baile, se juega hoy, paradójicamente, algo enorme: la confianza ciudadana en el sistema que organiza nuestra vida en común.

No al veto universitario

Por Enrico Colombres. 

La más alta misión del Estado es educar. 

Fichte.

El veto y el recorte presupuestario contra las universidades públicas argentinas no es un simple ajuste administrativo. Es un ataque directo a la identidad nacional y a la dignidad colectiva. Como advirtió Carlos Cossio en 1930, la misión del Estado es educar y sin universidades abiertas, libres y sociales no hay Nación.

Carlos Cossio, en su texto de 1930 sobre la Reforma Universitaria, advertía que esta no había sido un simple debate de ideas sino una praxis transformadora. En sus palabras “más que una controversia de ideas, ha sido una conducta cuyas afirmaciones se hacían cada vez más plenamente susceptibles de una interpretación profundamente pedagógica” (Cossio, La Reforma Universitaria. Desarrollo histórico de su idea, pág.1, 1930). Esa lucidez histórica hoy resuena con una actualidad brutal porque la universidad argentina vuelve a ser campo de disputa, no ya por sus formas jurídicas o pedagógicas, sino por su supervivencia misma frente al veto y el recorte presupuestario.

El gesto de ajustar a las universidades en nombre de una supuesta austeridad no es más que un retroceso a la Vieja Universidad que Cossio criticaba, aquella que concebía la educación como un privilegio técnico y no como un bien social. Hoy esa afirmación parece ser negada por la política económica que intenta reducir la educación superior a un gasto prescindible, olvidando que se trata de una inversión estratégica en dignidad y futuro.

El problema del recorte universitario no es meramente financiero. Es político, cultural y moral. Implica resignar el horizonte de país para convertir a la educación en una variable de ajuste. Cada peso quitado a las universidades significa una cátedra menos, un laboratorio deteriorado, un programa de investigación suspendido, un comedor estudiantil desfinanciado, un futuro profesional frustrado. No se trata de números que pueden ajustarse en un Excel ministerial, sino de vidas concretas que se moldean y se limitan.

La universidad argentina no es una institución aislada ni un edificio más que depende del presupuesto nacional. Es parte constitutiva de nuestro ser colectivo y de la identidad misma de la Nación. Allí se formaron generaciones de médicos, abogados, docentes, ingenieros y pensadores que dieron sustento a la vida social, política y cultural del país. Defender la universidad es defender la argentinidad porque ella ha sido el espacio donde se forjaron las utopías de justicia social, de democracia y de desarrollo nacional. Por eso no alcanza con que los estudiantes y los docentes protesten en soledad. Toda la sociedad debe salir a defender a la universidad pública como patrimonio común, porque al atacarla no se agrede a un sector. Se hiere el corazón mismo de la Argentina.

El veto presidencial que clausura cualquier aumento significativo en el presupuesto universitario refleja una concepción estrecha del Estado. Es un Estado que sí garantiza rentas extraordinarias a los acreedores financieros pero que niega los recursos básicos a la educación, la salud, las jubilaciones y la discapacidad. Este desequilibrio es inaceptable en términos democráticos. Un país que renuncia a formar, cuidar y sostener a su pueblo se transforma en un simple territorio administrado, no en una Nación con dignidad.

El planteo de Cossio sigue siendo una brújula. Cuando afirmaba que como pensaba Fichte “la más alta misión del Estado es educar. No se trata de que el Estado nos lleve al reino de la abundancia, sino de la plenitud humana en el reino de la justicia” (Cossio, pág. 6), estaba anticipando la falacia del economicismo que hoy se nos quiere imponer. Un país puede ser granero del mundo, pero seguirá siendo un desierto cultural y social si condena a sus ciudadanos al analfabetismo, a la precariedad y a la marginación.

No se trata solamente de defender a la universidad pública como espacio académico. Se trata de comprender que allí se produce la cultura, la ciencia y la crítica necesarias para sostener cualquier proyecto de Nación. En palabras de Cossio “la Reforma Universitaria, como advenimiento histórico, en todo momento ha significado simultáneamente una nueva materia, un nuevo derecho y un nuevo último imperativo para la Universidad” (Cossio, pág.7). Ese imperativo obliga a todos, porque sin conocimiento libre y accesible no hay ciudadanía real ni democracia que se sostenga.

Frente a esta coyuntura urge un mecanismo institucional que supere la lógica de coyuntura y de veto discrecional. La educación, la salud, la discapacidad y las jubilaciones deben quedar protegidas por una ley de financiamiento obligatorio con cláusulas de incremento real y progresivo. No se trata de buena voluntad política, se trata de blindar jurídicamente la dignidad nacional. Tal norma debería tener carácter constitucional que evite la maliciosidad de los mercenarios de turno, de modo que ningún gobierno pueda desmantelar lo esencial para la vida colectiva bajo la excusa de la restricción fiscal.

Así como la Reforma de 1918 fue un hito que convirtió a la universidad en espacio democrático, plural y social, hoy necesitamos una Reforma legal que asegure la intangibilidad de los presupuestos sociales básicos. La austeridad aplicada sobre la educación y la salud no es eficiencia. Es violencia institucionalizada contra los sectores más vulnerables y contra el futuro del país.

La universidad no es un lujo. Es una necesidad vital. Un país que cierra sus puertas al conocimiento se condena a la dependencia y al atraso. Ningún proyecto de desarrollo es posible si se destruye el tejido universitario, porque allí se forman las capacidades que sostienen la industria, la justicia, la medicina, la ciencia y la cultura. El recorte actual no es solo un problema de gestión. Es un ataque directo a la función cultural, científica y moral de la Argentina.

La historia demuestra que cada vez que la universidad fue sitiada, el país se sumió en retrocesos. La dictadura militar que intervino las universidades en 1966 con la tristemente célebre Noche de los Bastones Largos demostró que sin autonomía académica no hay libertad intelectual. Hoy no se trata de bastones ni de tanques, pero se trata de tijeras presupuestarias que cumplen el mismo rol. Doblegar la capacidad crítica, reducir la investigación, desalentar la creación, imponer el silencio de la escasez.

El propio Cossio advertía que hacer la Universidad más del estudiante y más social no era un mero eslogan. Era una finalidad moral que debía guiar a toda la institución. Esa finalidad sigue vigente. Y hoy se nos impone una pregunta que es política y ética al mismo tiempo. ¿Qué país queremos ser? ¿Uno que expulse a sus jóvenes al exterior porque no puede ofrecerles condiciones mínimas de estudio y trabajo, o uno que los contenga, los forme y los impulse a construir un futuro aquí?

La conclusión es tan sencilla como demoledora. Un país que veta a sus universidades veta su porvenir. No hablamos de una discusión administrativa. Hablamos de la vida de generaciones enteras condenadas o expulsadas por una decisión política. La disyuntiva es clara. O avanzamos hacia un pacto de dignidad que consagre la educación, la salud y el trabajo como derechos blindados, o aceptamos ser una sociedad resignada, sometida al ajuste perpetuo.

La universidad sitiada hoy nos reclama lo mismo que en 1918. Valentía. Y si el Estado no garantiza esa dignidad mínima, será el pueblo el que deba recordarle con la fuerza de la historia que sin justicia social no hay República. Vetar a la universidad es vetar a la Argentina. Y si se pretende imponer ese silencio, la respuesta no puede ser la resignación. Tiene que ser la defensa activa de lo que somos, porque sin universidad pública no hay Nación posible.

El poder camina sobre los sueños

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Por Fernando Crivelli Posse.

Pisa suavemente, porque pisas mis sueños.
W.B. Yeats.

En la historia de los pueblos, los más desposeídos no pueden ofrecer oro ni poder, pero conservan algo que ningún gobernante debería menospreciar: sus sueños. Son frágiles, invisibles y, sin embargo, más valiosos que cualquier riqueza material, porque en ellos habita la esperanza de una vida más digna y justa.

Yo, siendo pobre, no poseo riquezas ni tierras. Solo tengo mis sueños: pensamientos y anhelos de una vida mejor. Y esos sueños, inevitables y frágiles, los extiendo bajo los pies de quienes gobiernan.

Ese gesto no es sumisión gratuita, sino la realidad de toda relación de poder: los gobernados ponen sus esperanzas en manos de sus líderes. Los sueños del pueblo se convierten en el suelo sobre el que caminan los poderosos.

Por eso, se les pide a los que dirigen: pisen suavemente. Porque cada paso puede elevar o destruir. Una ley, un decreto, una decisión, un capricho; todo repercute en quienes no tienen nada más que soñar.

Gobernar no es un privilegio vacío, es una carga inmensa: la de sostener, sin aplastar los sueños de millones. Y quien olvida esa verdad no solo pierde legitimidad, también condena a su pueblo al infierno de la desesperanza.

Quien carece de recursos materiales conserva, sin embargo, un bien inalienable: sus sueños. Ellos representan la aspiración a una vida mejor, a la justicia, al bienestar y a la dignidad. En la relación entre gobernantes y gobernados, esos sueños se extienden inevitablemente bajo los pies de quienes ejercen el poder.

La autoridad política no se ejerce en el vacío. Como señaló Max Weber, el poder es “la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social” (Economía y sociedad, 1922). Esa imposición afecta de manera directa los anhelos de aquellos que carecen de medios propios para sostenerse y dependen de las estructuras estatales.

Gobernar, por lo tanto, no se limita a la administración técnica de recursos. Hannah Arendt recordaba que el poder “solo existe en tanto se mantiene vivo en el espacio público, sostenido por la confianza de los ciudadanos” (La condición humana, 1958). Esa confianza no es otra cosa que la proyección de sueños colectivos depositados en manos de la autoridad.

Cuando los gobernantes actúan con ligereza o indiferencia, destruyen esos sueños y generan lo que Paulo Freire denominó “una cultura de silencio”, donde los oprimidos pierden incluso la capacidad de imaginar alternativas (Pedagogía del oprimido, 1970). En cambio, cuando se ejerce el poder con prudencia y sensibilidad, los sueños se convierten en cimientos sobre los que una sociedad puede crecer de manera sostenible.

Por ello, el poder no debe entenderse como un privilegio, sino como una responsabilidad ética. John Rawls lo expresa en términos de justicia: las instituciones deben organizarse de modo que “las desigualdades sociales y económicas estén configuradas para beneficiar a los menos aventajados” (Teoría de la justicia, 1971). En otras palabras, gobernar significa custodiar los sueños colectivos y evitar que se conviertan en cenizas.

No olviden, líderes, que su poder camina sobre la esperanza de quienes no poseen más que sueños. Si no pisan con cuidado, todo se destruye. Tejer nuestra realidad social y material con prudencia, templanza y coherencia será la obra que permitirá a las generaciones futuras habitar un firmamento deseado por quienes hemos soñado construirlo. Y, al final, recordemos las palabras de Yeats, que resumen la fragilidad y el valor de lo que sostenemos:

 

Pero yo, siendo pobre, solo tengo mis sueños.
He extendido mis sueños bajo tus pies.
Pisa suavemente porque pisas mis sueños.”

 W.B. Yeats, Desea los tejidos del cielo

Nepal y el estallido “Nepo Baby”

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Por María José Mazzocato.

La anarquía es lo que los Estados hacen de ella.
Alexander Wendt.

En septiembre de 2025, Nepal estalló. La chispa no fue un conflicto partidario ni una crisis económica, sino la combinación explosiva de emociones colectivas, redes sociales y figuras mediáticas: la llamada Revolución “Nepo Baby”. Este episodio deja en evidencia una verdad cruda: el poder ya no reside solo en los gobiernos, sino en quienes logran movilizar la psiquis colectiva. Y en este terreno, el Estado nepalí, el 8 de septiembre, colapsó.

Hemos visto esta dinámica muchas veces a lo largo de la historia. Desde la Revolución Francesa, donde la inacción de un Estado sordo a las demandas populares provocó la ira masiva, hasta la Revolución China y otros levantamientos globales, la historia demuestra que cuando los gobiernos ignoran la voz de la sociedad, esta termina imponiendo su propia agenda. Nepal es el ejemplo más reciente: un Estado incapaz de comprender el poder emocional y digital que circula entre sus ciudadanos.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en Psicopolítica, describe cómo el poder contemporáneo actúa sobre la psiquis, no sobre la fuerza bruta. Las redes sociales funcionan como máquinas de extracción emocional, donde los individuos se autoexplotan creyendo que son libres, mientras sus deseos, frustraciones y emociones son capturados y reconfigurados en poder político. En Nepal, la sociedad aprendió a usar estas herramientas mejor que su propio Estado, transformando la indignación dispersa en un movimiento cohesionado y viral.

La figura de la Revolución “Nepo Baby” funciona como un nodo psicopolítico, concentrando y amplificando el descontento colectivo. Cada publicación y cada reacción se convirtió en un acto político, demostrando que hoy el verdadero poder reside en quienes entienden cómo se construyen las emociones y las narrativas colectivas. Mientras el gobierno persistía con discursos oficiales y medidas superficiales, la sociedad digital se transformó en un actor político autónomo, más rápido y eficaz que cualquier institución tradicional.

El constructivismo en relaciones internacionales ayuda a entender esta dinámica. Teóricos como Alexander Wendt sostienen que las ideas, identidades y significados compartidos constituyen la realidad política. Las redes sociales en Nepal funcionaron como espacios de construcción de sentido, donde los ciudadanos produjeron narrativas que desplazaron al Estado, demostrando que el individuo es hoy el nuevo protagonista del poder político.

El fracaso del Estado nepalí evidencia algo fundamental: gobernar hoy requiere comprender la psicopolítica digital, dominar la tecnología y reconocer la relevancia de la neurociencia social. Los ciudadanos tecnológicos no solo esperan ser representados; exigen ser reconocidos en su subjetividad, en sus emociones y en su capacidad de generar cambios reales. Ignorar esto equivale a entregar el control del Estado a la sociedad.

La correlación con la noción de New Technology Power —nota anterior en FUGA, donde se presentó la tesis de considerar la dimensión tecnológica como un nuevo poder estatal— es evidente. Los Estados que no se adaptan a la lógica digital se vuelven vulnerables frente a movimientos sociales espontáneos. Nepal, incapaz de modernizar sus estructuras y su comprensión del poder, demostró que el monopolio clásico de la autoridad ha sido reemplazado por la capacidad de las redes de articular emociones y acciones en tiempo real. Demostró que un solo clic puede poner en jaque al Estado.

La sociedad emergió como el verdadero poder. Cada ciudadano, con sus publicaciones y reacciones, construyó un espacio de autoridad que superó al gobierno. El constructivismo confirma que estas acciones no son solo simbólicas, sino que se traducen en estructuras de poder reales, capaces de redefinir el orden político y social.

El estallido en Nepal envía un mensaje incómodo a cualquier gobierno que subestime la psicopolítica digital: gobernar hoy exige atender emociones, percepciones y significados colectivos. Como advierte Han, el poder seduce desde dentro, y cuando el Estado falla en captar la psiquis colectiva, la sociedad actúa y toma el control.

Nepal no colapsó por crisis económicas ni por conspiraciones externas, sino porque su Estado permaneció anclado en modelos obsoletos. Mientras los gobernantes debatían coaliciones y presupuestos, la sociedad operaba en otra dimensión: la digital. El resultado fue un estallido que demuestra que la autoridad real reside en quienes comprenden la psicopolítica digital.

La lección es dura: los Estados que ignoran al individuo como creador de sentido, y el poder de las emociones y la tecnología, quedan relegados en el escenario internacional. En Nepal, la sociedad tuvo razón desde el inicio. La psicopolítica contemporánea y el constructivismo se encuentran en un punto intermedio que demuestra que el poder ya no está solo en quienes controlan recursos, sino en quienes interpretan, canalizan y transforman emociones y significados colectivos.

En última instancia, el estallido “Nepo Baby” no es solo un fenómeno local; es un recordatorio global de que la sociedad marca la agenda. Los Estados que no se adaptan quedan atrás. Ignorar la psiquis digital colectiva no es solo un error: es la antesala del caos total.

 

Arendt frente a la competencia entre Estados Unidos y China

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Por Macarena Sabio Mioni.

El poder y la violencia se oponen el uno al otro; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente. 

Hannah Arendt, Sobre la violencia.

Desde Hobbes hasta Weber, varios pensadores clásicos de la ciencia política han vinculado el poder con la capacidad de ejercer fuerza para imponer autoridad. Weber, por ejemplo, define el Estado como “la dominación de los hombres sobre los hombres fundada en los medios de violencia legítima”. Esta concepción ha permeado gran parte del pensamiento político moderno, donde el poder se confunde con la imposición.

Por su parte, la teoría realista de las Relaciones Internacionales se nutre del pensamiento político clásico y concibe el poder estatal como la facultad de imponer y controlar en el sistema internacional. Desde esta perspectiva, el poder se define por recursos materiales y mensurables —fuerzas armadas, producto bruto interno, armamento nuclear, entre otros— y se erige como un fin en sí mismo, constituyendo el fundamento de la seguridad en un entorno anárquico.

Hannah Arendt, en Sobre la violencia (1970), propone una ruptura conceptual con esta tradición. Para ella, “el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente”. La violencia, según Arendt, no es una expresión del poder, sino su sustituto cuando este se debilita. El recurso a la fuerza revela una pérdida de legitimidad, no su consolidación. En su visión, el poder auténtico surge de la acción colectiva, del acuerdo entre individuos que actúan en conjunto, mientras que la violencia es siempre instrumental, limitada a fines inmediatos.

El análisis geopolítico de la competencia entre Estados Unidos y China suele abordarse desde teorías de relaciones internacionales centradas en recursos materiales y estratégicos. Sin embargo, los conceptos de Arendt sobre poder y violencia permiten problematizar la diferencia entre hegemonía legitimada y mera coerción tecnológica-militar, ofreciendo un ángulo crítico que ilumina la fragilidad de una dominación basada en la violencia instrumental.

Este marco teórico permite reinterpretar la competencia geopolítica actual entre Estados Unidos y China. Más que una pugna por recursos o territorios, esta rivalidad expresa una disputa por legitimidad, autoridad y capacidad de crear consensos a nivel internacional. La confrontación no se limita al plano económico o militar, sino que encarna modelos políticos divergentes que buscan definir las reglas del orden global. Es decir, la disputa es también de narrativas: ¿quién define las normas de la globalización del siglo XXI? ¿La gobernanza liberal occidental o una “modernidad china” centrada en soberanía y desarrollo sin condiciones políticas?

En los últimos años, la escalada de tensiones ha evidenciado la erosión relativa del liderazgo estadounidense frente al ascenso de China, que aún no logra consolidar plenamente su influencia. La proliferación de medidas coercitivas —como sanciones comerciales, aranceles desmedidos, bloqueos tecnológicos o despliegues militares— revela, desde la óptica arendtiana, una fragilidad estructural: ambas potencias recurren a mecanismos de presión para compensar déficits de legitimidad.

La disputa es multidimensional. En el plano económico, la guerra arancelaria entre ambos países refleja modelos distintos y una lucha por la supremacía comercial. En el ámbito tecnológico, sectores como la inteligencia artificial, el 5G, la computación cuántica y los semiconductores se han convertido en campos estratégicos, no solo por su valor industrial, sino por su implicancia en la seguridad nacional y el control social. En este contexto, las acciones de Estados Unidos —como la exclusión de empresas chinas de sus mercados o la presión sobre aliados para limitar la adopción de tecnología china— pueden interpretarse como manifestaciones de violencia instrumental, más que de poder legítimo.

Arendt advierte que “la violencia puede destruir el poder, pero es completamente incapaz de crearlo”. Esta afirmación cobra relevancia al observar cómo las potencias recurren a la fuerza —en sentido amplio— para sostener su posición. La coerción económica, la presión diplomática o las amenazas militares no generan consenso ni autoridad duradera. Por el contrario, revelan la ausencia de apoyo genuino y la incapacidad de construir un orden basado en la cooperación.

Estados Unidos conserva aún un poder estructural significativo, sustentado en instituciones internacionales, alianzas militares (OTAN, AUKUS, Japón, Corea del Sur) y en su influencia cultural y financiera. China, por su parte, busca ampliar su legitimidad mediante iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda (BRI), el fortalecimiento del bloque BRICS y la creación de instituciones paralelas como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB). Estas estrategias apuntan a construir poder a través de la concertación, aunque aún enfrentan resistencias y desafíos.

Sin embargo, cuando ambas potencias recurren a la intimidación —como en el caso de Taiwán o el mar del Sur de China—, se confirma la tesis arendtiana: el uso de la fuerza revela la debilidad del poder real. La hegemonía basada en la coerción es inestable; puede imponer resultados inmediatos, pero no funda un orden legítimo ni sostenible.

En este escenario, el orden internacional se debate entre dos lógicas: la del poder como acción colectiva y legitimada, y la de la violencia como instrumento de imposición. Las preguntas que se abren son profundas: ¿es posible recuperar una noción de poder basada en la pluralidad y el consenso en un sistema marcado por la confrontación? ¿Puede surgir una forma de acción política global que no dependa de la fuerza, sino de la legitimidad compartida?

Como advierte Arendt, “la violencia puede destruir poder, pero no puede crearlo”. En este sentido, el desenlace de la competencia entre Estados Unidos y China no dependerá de quién imponga más sanciones o despliegue más tropas, sino de quién logre convocar voluntades, construir legitimidad y sostener un orden mundial estable.

Lo que está en juego no es solo el equilibrio entre dos potencias, sino la posibilidad de fundar un orden internacional que reconozca la pluralidad como fuente de poder y no como amenaza.

ARTE, VERDAD Y DERECHO

Por Aníbal D’Auria.

No existe en el arte tal cosa como la inocencia de la mirada.
E. H. Gombrich.

Blumenberg ve en las metáforas indicios del subsuelo preconceptual —el mundo de la vida— sobre el que se construyen posteriormente los discursos “claros y distintos” de las teorías. En esta breve nota pretendo extender su hipótesis más allá de la oralidad y la escritura, para examinar cómo funciona en otra forma de expresión figurativa: la pintura. Para ello tomo tres obras de contextos histórico-culturales muy distintos, que a mi juicio expresan tres visiones paradigmáticas de la idea de verdad, aún presentes en los ámbitos académicos del derecho.

Sandro Botticelli, La Primavera, ca. 1482. Témpera sobre tabla. Galería Uffizi, Florencia.

Botticelli pintó La Primavera en la Florencia imbuida de la filosofía neoplatónica de la segunda mitad del siglo XV. La obra, hoy uno de los íconos del Renacimiento, es una alegoría del amor platónico según esa tradición. Debe leerse de derecha a izquierda: en un extremo, el viento Céfiro viola a la ninfa, que al ser fecundada se transforma en primavera. Esa escena representa el deseo terrenal, bajo, material. En el centro, una Venus vestida marca un cambio cualitativo: a la izquierda aparecen las Tres Gracias, que simbolizan las artes y las ciencias, hacia las cuales apunta el arco de Cupido. Y más allá, en el extremo opuesto, Mercurio —con sandalias aladas— despeja ramas y hojas que impiden el paso de la luz solar. Comunicador entre el mundo divino y el terreno, Mercurio encarna aquí el deseo reorientado hacia una Verdad superior, trascendente y eterna, acaso inaccesible para la razón humana.

Pierre-Paul Prud’hon, La Sabiduría y la Verdad descienden en la Tierra, 1798. Museo del Louvre, París.

En el siglo XVIII, apenas una década después de iniciada la Revolución, Pierre-Paul Prud’hon pintó en Francia La Sabiduría y la Verdad descienden en la Tierra. En la obra, la Verdad aparece desnuda, tal como se viene al mundo, mientras la Sabiduría —representada por Palas Atenea, reconocible por su casco guerrero— la conduce del brazo. Esta escena refleja la concepción de verdad propia de la Ilustración: ya no trascendente, sino humana, terrenal, vinculada a la utilidad en el mundo de los hombres. En este contexto, la verdad se asociaba con el proyecto emancipador y con la confianza en que las luces de la razón podían guiar a los pueblos hacia un destino mejor.

Jean-Léon Gérôme, La Verdad saliendo del pozo (Nec mergitur), 1895. Colección privada.

A finales del siglo XIX, un siglo después de Prud’hon, también en Francia Jean-Léon Gérôme pintó dos versiones de La Verdad saliendo del pozo. La que me interesa aquí lleva por subtítulo Nec mergitur —“No salgas”—. En ella vemos a la Verdad, semidesnuda, intentando emerger de un pozo con un espejo en la mano, mientras un sacerdote y un hombre enmascarado —tal vez un gobernante o un rico— intentan impedirlo. La obra ilustra cómo los intereses establecidos bloquean la aparición de la verdad a la luz del día: una verdad terrenal, pero ocultada o distorsionada por la falsa conciencia de los sectores dominantes y privilegiados. No es casual que esta representación surja en un siglo atravesado por luchas sociales, censuras y el cuestionamiento de las narrativas oficiales.

Estos tres cuadros pueden entenderse como figuras muy precisas de las concepciones de Verdad que subyacen en tres escuelas de la teoría del derecho: respectivamente, el iusnaturalismo, el positivismo y la crítica. Y en esa convivencia todavía podemos reconocer nuestra propia tensión contemporánea: entre quienes apelan a fundamentos trascendentes, quienes reducen la verdad a la eficacia institucional y quienes insisten en desenmascarar los velos del poder.

Lo que sentimos y lo que creemos sentir

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Por Milagros Santillán.

El amor comienza en un instante, pero su verdad se prueba en la duración.

Milan Kundera, La insoportable levedad del ser.

 

¿Por qué a veces, después de coger, sentimos que encontramos a “esa persona especial”, aunque la conozcamos hace apenas unas horas? La neurociencia tiene parte de la respuesta: el orgasmo no es solo placer físico, es también un cóctel químico que juega con nuestra manera de vincularnos.

En ese momento, el cerebro libera dopamina, que nos da sensación de recompensa; serotonina, que regula el estado de ánimo; y oxitocina, la famosa “hormona del apego”, que nos envuelve con un espejismo de intimidad y ternura. No es raro, entonces, que confundamos un buen polvo con el inicio de una historia de amor. La biología hace su trabajo: quiere que nos acerquemos, que creamos en el otro, que repitamos.

Pero ojo: esa conexión no siempre habla de compatibilidad real. Habla de un cerebro que, por milenios, se entrenó para reforzar la unión a través del sexo. Lo complicado es que, en la actualidad, el terreno donde se juega esta partida cambió: las apps de citas.

En Tinder, Bumble o Happn, el primer “me gusta” ya dispara dopamina: esa microdosis de validación que nos hace volver una y otra vez a scrollear. Cuando el match se concreta y llega el encuentro sexual, la neuroquímica redobla la apuesta. Un orgasmo puede hacernos sentir que con esa persona sí hay algo, cuando tal vez solo hubo química literal. Y así, entre swipes, chats calientes y besos rápidos, confundimos química con destino.

La cultura de la inmediatez nos vende que la conexión profunda está a un toque de pantalla. El problema es que el sexo, con toda su potencia, puede amplificar la ilusión sin garantías de sostenerla. Por eso, no se trata de desconfiar de lo que sentimos, sino de aprender a leerlo: reconocer que la intensidad no siempre equivale a amor.

Aquí conviene hacer una pausa: el orgasmo produce una intimidad que parece verdad absoluta, pero el amor —si lo hay— se mide en el tiempo, en la construcción compartida, en la voluntad de sostener la fragilidad inicial más allá de la química. Biología y cultura no siempre hablan el mismo idioma: una es inmediata, la otra requiere duración.

El orgasmo nos hace creer en conexiones profundas, y las apps nos ofrecen la ilusión de que están al alcance de un dedo. Entre la biología que nos engancha y la cultura que acelera los encuentros, quedamos navegando entre deseo, expectativa y espejismos. Quizás el desafío no sea dejar de buscar, sino preguntarnos qué queremos encontrar en medio de tantos matches: ¿un cuerpo, un vínculo, un rato de placer, o la posibilidad de un amor que resista al swipe?

La imaginación como privilegio de clase

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Por Rodrigo Fernando Soriano.

Se nos enseñó desde siempre que los niños son los grandes maestros de la imaginación. Que sus juegos y delirios son el germen de toda creatividad. Andrew Shtulman, en Aprender a imaginar (Hestia, 2025), viene a sacudir esa idea romántica: no es en la infancia donde la imaginación alcanza su punto más alto, sino en la madurez, cuando los principios científicos, los patrones invisibles y las estructuras del conocimiento nos permiten conectar mundos distantes. Imaginar bien —dice Shtulman— no es fantasear sin límites, sino pensar mejor.

Y aquí la paradoja. Mientras la neurociencia revela que la verdadera imaginación se cultiva con educación, tiempo y recursos, el presente nos devuelve una realidad distinta: las élites globales mandan a sus hijos a escuelas donde aprenden a programar, a filosofar, a razonar con principios, mientras en las periferias del mundo la infancia se educa con pantallas que ofrecen entretenimiento inmediato y algoritmos que premian la atención breve. La imaginación madura se convierte, así, en un privilegio de clase.

Estudios científicos revelan que las clases pudientes dedican mucho más tiempo a la reflexión, que las clases pobres quienes pasan horas frente a un celular. El principio detrás del fenómeno abre nuestra comprensión: lo que parecía un capricho de la naturaleza es, en realidad, una estrategia evolutiva. Pero para llegar a esa conclusión hace falta una mente entrenada en causalidad, en abstracción, en pensamiento científico. Hace falta alguien que pueda ver más allá del detalle inmediato, alguien capaz de pensar con lentes de principio.

¿Quién está formando hoy esas mentes capaces de imaginar con principios? No los millones de jóvenes que pasan horas desplazándose en redes sociales, atrapados en la lógica de la inmediatez, sino las minorías privilegiadas que aprenden a leer el mundo como sistema. Mientras unos se quedan con la superficie -la imagen viral, el dato suelto, la emoción fugaz- otros ejercitan la mirada profunda que permite descubrir regularidades, conexiones invisibles y patrones estructurales.

La neurociencia nos recuerda que imaginar es aprender a ver. Pero no todos tienen acceso a esa forma de visión. La educación diferencial se convierte, entonces, en el nuevo darwinismo social: quienes son entrenados en principios podrán anticipar el futuro, crear mundos posibles, innovar. Los demás quedarán atrapados en la ilusión de la creatividad instantánea, convencidos de que imaginar es “jugar con filtros” o repetir contenidos virales, en superar “trends de tik tok”.

La imaginación madura es política. Porque no basta con proclamar que todos los niños tienen el mismo potencial creativo si, llegado el momento, el sistema decide quién afina su mirada y quién la atrofia. Lo que debería ser un derecho humano -pensar con principios, ejercitar la causalidad, ampliar los límites de lo posible- se vuelve, en nuestra época, un lujo que se compra con dinero y se hereda como capital cultural.

Quizás por eso convenga devolver la pregunta de Shtulman a nuestra realidad más concreta: ¿qué mundo imaginaremos cuando la mitad de la humanidad piense en memes y la otra mitad piense en patrones? ¿No estaremos, acaso, construyendo una nueva aristocracia del pensamiento, donde la verdadera imaginación sea una forma sofisticada de poder?