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Capitalismo artístico: cuando el consumo se volvió estilo de vida

Publicado el

por José Mariano.

La mercancía ya no necesita convencer: solo necesita verse bien. En la era del capitalismo artístico, el consumo ya no se justifica por utilidad, sino por estética. Todo entra por los ojos. Hasta las ideas.

Del producto a la experiencia: la estetización del mercado

Consumimos más que cosas: consumimos estilos de vida. Desde las cafeterías boutique diseñadas para la foto perfecta hasta los gimnasios que priorizan la estética ‘instagrameable’ por sobre el entrenamiento, todo está pensado para ser vivido y compartido como experiencia visual. La estetización lo ha invadido todo. Comida que debe ser fotografiable, libros que se compran más por su portada que por su contenido, y causas políticas que se “apoyan” con un sticker en Instagram. El capitalismo entendió que ya no se trata solo de vender productos, sino de construir atmósferas, vivencias que hagan sentir algo… aunque ese algo sea vacío.

El mercado se volvió escenografía. El marketing ya no describe beneficios funcionales: narra historias, emociona, embellece. Hoy, las marcas son identidades en sí mismas y el acto de consumir se volvió una forma de expresión estética.

El sujeto como curador de sí mismo

Las redes sociales profundizaron este giro estético. En un mundo donde, como decía Zygmunt Bauman, las identidades son ‘líquidas’ y cambiantes, cada perfil digital se convierte en un escaparate efímero de deseos, pertenencias y aspiraciones. La estética, en este contexto, funciona como ancla para una identidad que necesita renovarse constantemente para no desaparecer del radar social. Cada persona se transforma en curador de su vida: lo que viste, lo que escucha, lo que come, lo que postea, lo que opina. Todo está calculado para sostener una imagen coherente, deseable, “auténtica”.

No se vive: se performa. No se comparte: se exhibe. No se desea: se estiliza. Vivimos bajo el imperativo de ser originales en un mundo hiperformateado. La libertad se confunde con la capacidad de elegir entre filtros.

El arte ya no incomoda: decora

El arte, que alguna vez fue lugar de ruptura, de incomodidad, de crítica, ha sido domesticado por la lógica de mercado. Hoy, muchas obras ya no buscan interpelar: buscan encajar en el feed. Se diseñan exposiciones para selfies, se venden instalaciones como objetos de diseño, se vacía el contenido a cambio de una estética que funcione en el algoritmo.

La transgresión se volvió tendencia. Y cuando la crítica se convierte en estilo, pierde su filo. La lógica del mercado absorbió incluso al arte que lo cuestionaba. Basta con ver el caso de Banksy: un artista callejero que nació como crítica mordaz al sistema y terminó siendo subastado por cifras millonarias en las casas de arte más prestigiosas. Lo que empieza como disidencia termina decorando oficinas corporativas. Como si Andy Warhol hubiera ganado la batalla: todo es superficie, todo es mercancía.

Pensar en lo que no se ve

Como advierte Byung-Chul Han, la saturación visual no solo aturde: anestesia. El problema no es solo lo que vemos, sino lo que dejamos de ver. El capitalismo artístico no impone una verdad: impone una estética. Y eso es más eficaz. Porque no se discute, se desea.

En La estetización del mundo, Lipovetsky lo anticipaba: vivimos una época donde “la belleza ha dejado de ser patrimonio del arte para convertirse en una estrategia del marketing”. El resultado: una cultura donde todo debe ser bello, rápido y rentable. La profundidad es un obstáculo.

¿Hay salida?

La crítica no está en negar lo visual ni el deseo de lo bello, sino en recuperar el poder de la pregunta. ¿Qué estamos mirando? ¿Por qué lo deseamos? ¿Para quién estamos construyendo nuestra imagen?

En la era del capitalismo artístico, resistir no es dejar de consumir, sino aprender a ver con otros ojos. Como diría Byung-Chul Han, «la belleza hoy no exige contemplación, sino consumo inmediato». Y tal vez la resistencia más radical sea volver a mirar con lentitud. Hacer del pensamiento una forma de interrupción. Y del arte, un espacio donde aún sea posible decir algo que no se pueda monetizar.

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