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Gaza entre espejos y distorsiones. La Guerra del discurso.

Publicado el

por María José Mazzocato. 

Hay conflictos que se libran con armas, y otros que se libran con ideas, pues en Gaza son ambos. Aquí los misiles y las palabras compiten por el mismo objetivo, definir quién es víctima, quién es agresor, quién es legítimo y quién es enemigo. Y en esa batalla invisible, dos visiones llevan décadas moldeando la forma en que el mundo mira a esta franja de tierra: el orientalismo y el occidentalismo.

Oriente, el lejano oeste para Occidente o como lo describió Edward Said, quien define al orientalismo como un conjunto de ideas, imágenes y prejuicios que Occidente ha fabricado sobre Oriente. No es una simple colección de estereotipos exóticos; es un sistema de pensamiento que presenta a “lo oriental” como atrasado, irracional, peligroso y siempre necesitado de control o tutela.

Aplicado a Gaza, ese marco genera una imagen recurrente, el palestino como amenaza latente, como pieza de un tablero que solo se mantiene estable gracias a la presencia de un “Occidente civilizado” encarnado en Israel. En este relato, los bombardeos pueden interpretarse como medidas de “seguridad preventiva”, y el sufrimiento civil como un “daño colateral” inevitable. El problema es que, bajo esta lente, las vidas palestinas pierden singularidad y la historia se reduce a un guión preescrito.

Pero cuidado que este análisis no carece de objetividad.  Porque esta historia se repite del otro lado, porque el espejo tiene reverso. El occidentalismo, conceptualizado por Ian Buruma y Avishai Margalit, describe la construcción opuesta, un Occidente visto como arrogante, corrupto, imperialista. Para algunos discursos palestinos y de la región, Israel no es solo un vecino hostil, sino el brazo armado de esa supuesta decadencia occidental.

En este marco, Gaza se convierte en símbolo de resistencia global, y cada ataque de Hamás a Israel se presenta como un acto heroico contra un orden internacional injusto. El riesgo es que esta narrativa también aplana la complejidad del conflicto y convierte a toda la población israelí en un bloque homogéneo y deshumaniza al otro lado.

Samuel Huntington, con su tesis del “Choque de civilizaciones”, reforzó la idea de que las diferencias culturales son fronteras insalvables. Y Pierre Bourdieu nos recuerda que estas batallas no son solo militares, sino también simbólicas, quien nombra define la realidad. Decir “resistencia” o “terrorismo”, “defensa” u “ocupación” no es una cuestión semántica; es tomar partido antes de escuchar los hechos.

En Gaza, la guerra del lenguaje es tan intensa que divide poblaciones enteras, y crea discursos de odio, sin entender las bases de este conflicto. Un titular puede cambiar la percepción de millones y un adjetivo puede legitimar o condenar acciones armadas. La lucha por el significado es, en sí misma, una forma de poder.

Lo que Said denunció —y lo que el occidentalismo réplica en su versión inversa— es que ambos marcos actúan como filtros. Nos hacen creer que vemos la realidad, cuando en realidad estamos viendo su versión editada. Es el espejismo de las medias verdades,suficiente para sentir que entendemos, pero insuficiente para comprender de verdad.

El peligro de vivir dentro de esos espejos es que todo encaja demasiado bien. Los hechos dejan de ser sorprendentes; cualquier evento nuevo confirma el relato previo. Si un misil cae, ya sabemos quién lo disparó y por qué, sin molestarnos en verificarlo. Si un acuerdo de paz fracasa, lo atribuimos al “carácter” de una cultura entera.

Hoy hablar de objetividad en estos conflictos parece una posición errónea, incompatible, pero hoy la objetividad puede ser, tal vez, el mayor acto de resistencia que ayude a comprender una situación que atemoriza al mundo entero.

Porque no se trata de fingir neutralidad o de equilibrar mecánicamente las culpas; se trata de mantener un compromiso activo con la verdad, incluso cuando incomoda a nuestros prejuicios.

Ser objetivo ante Gaza implica tres tareas, en primer lugar desarmar el lenguaje cargado de relatos impuros, es decir detectar cuándo un término oculta más de lo que revela. Preguntarse por qué se usan palabras distintas para hechos similares según el actor. En segundo lugar recuperar las voces silenciadas, buscando leer medios locales, escuchar testimonios directos, incluir perspectivas que rara vez llegan a los titulares internacionales. Y en última medida reconocer el contexto histórico del conflicto, ya que ni Gaza ni Israel existen en el vacío. Hay un pasado colonial, acuerdos incumplidos, desplazamientos forzados y dinámicas geopolíticas que moldean cada decisión.

La objetividad no es fría ni aséptica; es incómoda. Obliga a ver matices donde otros ven bandos. Requiere aceptar que las víctimas existen en ambos lados y que la violencia no se justifica por narrativas heredadas.

Si nos quedamos atrapados en la mirada orientalista, Gaza es un lugar condenado a la tutela externa. Si nos quedamos atrapados en el occidentalismo, Gaza es un símbolo de resistencia eterna contra un enemigo sin matices. En ambos casos, el conflicto se convierte en un mito autosuficiente, impermeable a la realidad de las personas que lo habitan.

Salir de esos marcos no es renunciar a la crítica, sino hacerla más precisa. Significa medir con la misma vara la vida de un niño palestino y la de un niño israelí. Significa admitir que los derechos humanos no son negociables según el pasaporte, la religión o la narrativa geopolítica.

La objetividad, entonces, no es un lujo académico; es una herramienta de supervivencia intelectual en un mundo saturado de propaganda. Y en el caso de Gaza, es también un acto de justicia, es impedir que la historia sea escrita únicamente por quienes tienen el poder de imponer su versión.

Ese es el desafío de un lector, hoy no podemos cambiar la geopolítica desde un escritorio, pero sí podemos cambiar la forma en que pensamos sobre ella. Podemos preguntarnos de dónde viene la información que consumimos, quién la financia, qué intereses la moldean. Podemos practicar la duda razonada, no para quedarnos en la indecisión, sino para construir juicios más sólidos.

Porque si algo enseña Gaza es que la guerra de relatos no se gana con más ruido, sino con más claridad. Y qué mirar sin filtros —o al menos sabiendo que existen— es el primer paso para no repetir las distorsiones que mantienen vivo el conflicto. 

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