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La guerra que nadie quiere ver

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Por María José Mazzocato. 

Los verdugos existen porque existen los testigos mudos.

Primo Levi.

 

En el corazón del Cuerno de África, un país entero se desangra mientras el resto del planeta mira hacia otro lado. Sudán, sumido en una guerra que ya cumple más de dos años, atraviesa una de las peores crisis humanitarias del siglo XXI. Desde abril de 2023, las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) – una milicia paramilitar nacida de las sombras del antiguo régimen – se enfrentan por el poder en un conflicto que ha borrado las fronteras entre lo político, lo étnico y lo humano.

Más de 25 millones de personas necesitan asistencia urgente; 12 millones han sido desplazadas; y los informes de Amnistía Internacional y la ONU hablan de miles de asesinatos, violaciones masivas, torturas y desapariciones forzadas. Sin embargo, el mundo, anestesiado por su propia saturación informativa, ha elegido el silencio. La tragedia sudanesa se ha convertido en una herida sin testigos.

La guerra comenzó como una disputa por el control del Estado entre el general Abdel Fattah al-Burhan, jefe de las SAF, y Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti, líder de la RSF. Lo que inició como una pugna militar se transformó en un colapso total del país. La capital, Jartum, es hoy una ciudad fantasma: edificios carbonizados, hospitales saqueados, escuelas convertidas en trincheras, y cadáveres que yacen durante días bajo el sol, sin poder ser enterrados.

Pero la violencia en Sudán no es solo la del fuego cruzado. Es una violencia metódica, calculada, ejercida sobre los cuerpos más vulnerables. Organizaciones humanitarias han documentado una ola sistemática de violencia sexual usada como arma de guerra por parte de las milicias de la RSF, especialmente en Darfur. Mujeres y niñas —algunas de apenas 10 años— han sido secuestradas, violadas y esclavizadas durante semanas. En muchos casos, los agresores marcan a sus víctimas con símbolos tribales o las obligan a cocinar y limpiar para sus captores antes de abandonarlas en el desierto.

“Quieren borrar nuestra existencia, no solo matarnos”, dijo una mujer refugiada entrevistada por Human Rights Watch en la frontera con Chad. Su testimonio resume el núcleo de este conflicto: una guerra contra los cuerpos, contra las comunidades, contra la memoria misma.

Mientras tanto, el acceso humanitario es casi inexistente. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) ha advertido que millones de niños enfrentan desnutrición aguda. El 80 % de los hospitales han dejado de funcionar. El agua potable escasea. Las rutas humanitarias están bloqueadas por ambos bandos. Y, como si fuera poco, los brotes de cólera y malaria crecen cada semana.

En Darfur, el horror tiene ecos del pasado. Dos décadas después del genocidio que conmovió al mundo, la historia parece repetirse con idéntica impunidad. Pueblos enteros han sido arrasados; los líderes comunitarios, ejecutados. Se habla de limpieza étnica contra las comunidades masalit y zaghawa, perseguidas por su origen. En el campo de Zamzam, decenas de miles de personas sobreviven en condiciones infrahumanas. Entre ellas, mujeres que han sido violadas y vuelven a parir en la intemperie.

Sin embargo, la guerra de Sudán no ocupa titulares. No hay cámaras de televisión transmitiendo en directo, ni banderas en las redes sociales. En un mundo saturado por la simultaneidad de tragedias, la suya es una guerra sin marketing. La atención internacional se desplaza a Ucrania, a Gaza, a los grandes escenarios geopolíticos. Sudán, en cambio, se hunde en el silencio, en la lógica perversa de una humanidad que mide la empatía según la cobertura mediática.

Las consecuencias trascienden sus fronteras. El conflicto amenaza con desestabilizar toda la región del Sahel, arrastrando a Chad, Sudán del Sur y Etiopía hacia un nuevo ciclo de violencia y desplazamiento. Las rutas migratorias hacia el Mediterráneo se reconfiguran, y la Unión Europea observa de lejos, atrapada entre la indiferencia y la hipocresía.

Pero entre la devastación también hay resistencia. Jóvenes activistas sudaneses, muchos exiliados, utilizan las redes para documentar lo que ocurre y romper el cerco informativo. En medio del apagón digital, la conexión satelital de unos pocos se convierte en un acto político. Cada fotografía, cada testimonio que logra atravesar el algoritmo global, es una forma de supervivencia.

Sudán nos interpela no solo por su tragedia, sino por lo que revela sobre nosotros. ¿Qué dice de nuestra era que una guerra así pueda desarrollarse casi sin testigos? ¿Qué nos ha pasado como humanidad para que la violencia sexual, la hambruna y el desplazamiento masivo se vuelvan paisaje de fondo?

El silencio del mundo es también una forma de complicidad. Olvidar es dejar que los perpetradores escriban la historia. Por eso, recordar Sudán no es solo un acto de empatía, sino de justicia. Nombrar sus ciudades, sus muertos, sus mujeres violentadas, es una forma de resistencia ante el olvido.

Sudán arde. Y el mundo, que todo lo ve, ha decidido no mirar.

 

5 COMENTARIOS

  1. Querida Lic, increíble nota, cada vez vivimos en un mundo inhumano! Impactada por tanto odio.
    No conocía el conflicto.

    Gracias por acercarlo a nosotros.

    Besos.

  2. Cómo siempre nos ilustra e informa la licenciada Majo Mazzocato .muy buena nota y gracias por mantenernos siempre informados Un lujo y orgullo que sea tucumana

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