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Serie: ¿Y si el futuro fuera colectivo? — Un viaje al cosmismo ruso Entrega 6: Donde arde el porvenir: El sol de Chizhevsky y su heliobiología

Publicado el

por Nicolás Salvi.

En cierto sentido, la ciencia se parece mucho a la poesía. Lanza intuiciones que el tiempo tarda siglos en verificar. Las ecuaciones, cuando no son calcos repetitivos, son versos cifrados. Justamente, personas como Alexander Chizhevsky, se atrevieron a sugerir que el destino de los pueblos no se decide solo en las fábricas o en las asambleas, sino también por los inquebrantables designios incandescentes del Sol. Detrás de las revoluciones, de los colapsos económicos y las epidemias, late un ritmo cósmico que apenas empezamos a descifrar. Esta es la historia de un hombre que intentó leer el futuro en la luz solar, y terminó siendo condenado por ver demasiado.

Chizhevsky fue un científico inclasificable. Su figura parece encarnar ese cruce inestable entre misticismo naturalista y racionalismo visionario que caracterizó al cosmismo en su versión más radical. No obstante, mientras los programas espaciales rusos siguen reivindicando a Tsiolkovsky como abuelo fundador de la cosmonáutica, la obra de Chizhevsky permanece en penumbra, como si su herencia fuera demasiado perturbadora para ser plenamente asumida.

No es difícil entender por qué. Mientras Tsiolkovsky imaginaba naves, órbitas y ciudades fuera de la Tierra, Chizhevsky quería entender cómo las manchas solares alteraban el curso entero de la historia humana. Su hipótesis era más provocadora de lo que parece. Suponía que los ciclos de actividad solar influían directamente en la excitabilidad de las masas humanas, generando oleadas de revoluciones, guerras, migraciones, movimientos religiosos, crisis económicas y epidemias. Por lo tanto, si se entendía con precisión esa relación, podría no solo explicarse el pasado, sino anticiparse al porvenir. O sea, simple y llanamente: predecir la historia.

El joven Chizhevsky, a comienzos del siglo XX, propuso entonces una nueva forma de ciencia para comprender el sujeto colectivo de su tiempo. Una especie de meteorología de los procesos sociales, capaz de registrar el potencial de agitación de las personas y vincularlo a variables físicas como la radiación solar o los campos electromagnéticos planetarios. Su tesis Factores físicos del proceso histórico mundial (1924), trazaba un análisis comparativo de los eventos políticos a lo largo de dos milenios, encontrando un paralelismo sistemático entre los ciclos solares de 11 años y las fases de máxima movilización política en la historia.

Aunque hoy pueda sonar extravagante, la propuesta de Chizhevsky no era simple astrología reciclada. Su aproximación combinaba estadística histórica, teoría electromagnética y una visión fuertemente sistémica del planeta como biosfera integrada, donde la humanidad funciona como un conjunto de organismos sensibles a las variaciones del entorno físico. En esto, su pensamiento anticipa intuiciones de la ecología, la psicología ambiental, la teoría de sistemas y la astrobiología. También al ávido lector de ciencia ficción le hace eco con la psicohistoria imaginada por Isaac Asimov en Fundación. Una ciencia capaz de prever la evolución de las sociedades a gran escala desde las regularidades de su comportamiento colectivo.

Pero si Asimov podía fantasear libremente desde la literatura, Chizhevsky se atrevió a formular esa hipótesis en un contexto político donde la historia tenía dueño. Su explicación de la Revolución Rusa como efecto de un ciclo solar, y no como resultado exclusivo del motor de la historia guiado por la lucha de clases, fue demasiado para el realismo estatal-socialista. En 1942 fue arrestado por “antimarxismo” y condenado a trabajos forzados en los montes Urales. Así, su obra fue archivada en la marginalidad.

El contraste con otros científicos soviéticos contemporáneos es revelador. Mientras Chizhevsky era perseguido por proponer una ciencia de la historia modulada por ritmos cósmicos, Trofim Lysenko -con una teoría agro-biológica aún más extravagante, basada en el rechazo de la genética mendeliana- era elevado a la categoría de héroe oficial. El trabajo de Lysenko, apoyado por Stalin, convirtió a una pseudociencia en política de Estado, arrasando con generaciones de biólogos y devastando la agricultura soviética. Pero su narrativa encajaba en la mística de su tiempo. Hablaba de voluntarismo, plasticidad heredada, transformación inmediata. Era el reflejo perfecto de un régimen que quería creer que la naturaleza podía moldearse a imagen y semejanza del plan quinquenal de turno. Chizhevsky, en cambio, hablaba de límites, de ciclos, de resonancias no controlables por pequeños participantes del plan cosmico. Por eso fue castigado.

Empero, su trabajo nunca desapareció del todo. Como una corriente subterránea, sus ideas sobrevivieron en los bordes de la ciencia oficial. En las décadas siguientes, algunos estudios continuaron explorando la correlación entre actividad solar y comportamiento humano. Desde tasas de suicidio hasta ciclos económicos, pasando por patrones migratorios y variaciones inmunológicas. Aunque los mecanismos causales siguen siendo debatidos, la intuición de que no estamos tan separados del de la esfera biológica que nos rodea como creemos ha vuelto, una y otra vez, a desafiar el imaginario moderno de la autonomía racional antropocéntrica. 

En los textos de Chizhevsky hay un tono mesiánico pero también un rigor metódico. Su lenguaje mezcla la prosa científica con una sensibilidad poética: el Sol no es sólo una entidad física, es potencia vital que pulsa la historia como un corazón remoto. No se trataba solo de medir manchas, sino de escuchar latidos. 

¿Y si tuviera razón? ¿Y si nuestras guerras, revoluciones y crisis fueran la resonancia terrestre de una tormenta solar distante? No se trata de reducir lo social a lo físico, sino de recuperar una visión ampliada, en la que lo humano se inscriba en terrenos mucho más amplios. Posiblemente, como sugirió Chizhevsky, el porvenir arde antes en el cielo que en la tierra. El problema último es nuestra obstinación en no escuchar sus señales.

Incluso en el Gulag, Chizhevsky siguió escribiendo, pintando y experimentando. Logró montar un pequeño laboratorio donde investigó la relación entre electricidad y sangre. Al salir, fue parcialmente rehabilitado, aunque nunca recuperó su prestigio anterior. Murió en 1964, en Moscú, casi olvidado por la academia soviética.

Hoy, cuando las catástrofes globales nos obligan a pensar de nuevo en la interdependencia planetaria, la figura de Chizhevsky vuelve a adquirir relevancia. Este nos empuja a imaginar otros modelos de causalidad, otras formas de leer la historia, otros modos de sentir el tiempo. Parece que es tiempo de una ciencia que no se limite a predecir tendencias de mercado o epidemias, sino que nos prepare para habitar los ciclos de un mundo más vivo que nosotros. Que lo imprevisible se torne histórico, y podamos aceptar y actuar en consecuencia. 

Chizhevsky no nos deja una fórmula, sino una sensibilidad. Una atención al pulso de lo invisible. Una intuición. Los cuerpos, los pueblos, los ecosistemas y las estrellas bailan una danza común, aunque no sepamos aún cómo escuchar su música.

Como los antiguos augures que miraban los vuelos de los pájaros para leer el destino de los pueblos, Chizhevsky leyó las manchas del Sol. Su ciencia fue, en definitiva, una nueva forma de oráculo.

Por eso fue silenciado. Porque ver demasiado lejos es el crimen más imperdonable del colectivismo que olvida su utopía.

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