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El juicio del poder: lo que la prisión de Cristina dice y lo que oculta

Publicado el

por María José Mazzocato.

Celebrar lo excepcional revela lo lejos que estamos de lo normal

La noticia del encarcelamiento de Cristina Fernández de Kirchner marca un antes y un después en la historia política argentina. No porque se trate del primer caso de un expresidente tras las rejas —en nuestro vecindario latinoamericano hay varios antecedentes— sino por la carga simbólica e institucional que tiene el hecho de que una figura central del poder, aún sin cargo formal, haya sido finalmente privada de su libertad en un contexto de máxima tensión política. Su condena por corrupción, que ahora se materializa con la prisión efectiva, no es solo un hecho judicial. Es una señal clara, contundente y necesaria: en una democracia republicana, nadie está por encima de la ley.

Durante años se instaló con fuerza la idea de que el Poder Judicial era apenas una herramienta más dentro del ajedrez político. Que se usaba para perseguir enemigos, blindar aliados o moldear el clima electoral. Hoy, con Cristina presa, esa narrativa cruje. Porque lo que se vuelve evidente es que las instituciones funcionan, con todos sus límites y tensiones, y que la justicia —por lenta, por polémica, por resistida— puede avanzar sobre las figuras más poderosas del país. Esta no es la victoria de una fuerza política sobre otra. Es un momento bisagra que demuestra que el Estado de derecho está vivo, que la impunidad no es inevitable, y que el juicio político a una ex presidenta no debe ser leído como venganza sino como prueba de que el sistema aún puede depurarse a sí mismo.

Sin embargo, conviene no romantizar el proceso. Que una ex presidenta vaya presa no garantiza por sí solo la salud plena del sistema judicial. La historia latinoamericana también muestra cómo los tribunales pueden ser arenas donde se juega la política por otros medios. El desafío es que la justicia sea consistente, que no dependa de climas coyunturales ni de presiones cruzadas. Si no, el riesgo es pasar de la impunidad a la justicia selectiva, otro rostro de la misma enfermedad.

El caso de Cristina no es el primero en la región. Brasil ya atravesó un proceso similar con Lula da Silva, quien fue condenado y encarcelado por causas de corrupción, y que luego volvió a la arena política como presidente, reivindicado por una parte importante del electorado. El paralelo es inevitable, pero también peligroso: si bien los procesos judiciales pueden tener resonancias similares, la historia política de cada país exige una lectura situada. Lo que importa ahora en Argentina no es tanto la figura de Cristina, sino el mensaje que deja su prisión para la política en su conjunto.

Porque si una ex presidenta puede ser juzgada y encarcelada, un presidente en ejercicio también puede serlo. Javier Milei, que hoy mira desde su escritorio libertario la escena, no debería sentirse victorioso. Debería sentirse advertido. En la nueva Argentina que se abre paso, no hay márgenes para el descontrol institucional, la apropiación de recursos públicos ni el uso personalista del poder. Nadie queda blindado por su investidura. La cárcel de Cristina no es solo un castigo a lo que fue, sino una advertencia a lo que vendrá. Cambia el clima, cambia la percepción, cambia la frontera entre poder y responsabilidad.

En el plano internacional, esta noticia no pasa desapercibida. Algunos gobiernos que se habían alineado con el kirchnerismo reaccionan con silencio o cautela. Otros observan con atención cómo un país marcado por la polarización puede avanzar en causas judiciales contra sus líderes sin que el sistema se derrumbe. En un mundo donde la corrupción política sigue siendo uno de los grandes desafíos democráticos, la prisión de una ex presidenta es leída como un acto de madurez institucional, más que como una crisis. No se trata de condenar un modelo ideológico, sino de restablecer una norma mínima de convivencia: rendir cuentas por los actos cometidos en el ejercicio del poder.

Diplomáticamente, este hecho reposiciona a la Argentina en el tablero regional. Deja atrás el relato de la excepcionalidad, del blindaje político a toda costa, del líder eterno que no puede ser tocado. Al mismo tiempo, obliga al actual gobierno —que se presenta como refundador, como paladín de la verdad y el ajuste— a tener presente que también puede ser juzgado. Porque si la vara judicial sube, sube para todos. Cristina no fue una excepción. Y eso, paradójicamente, es lo más sano que le puede pasar a una democracia.

No alcanza con que un episodio aislado se convierta en símbolo. Lo que importa es que el sistema genere certezas permanentes. La pregunta incómoda es si estamos asistiendo a un cambio profundo o a un hecho excepcional en medio de un clima volátil. Porque el verdadero triunfo institucional no es que hoy se celebre un fallo ejemplar, sino que mañana se vuelva rutina aplicar la ley sin distinciones.

Cristina Fernández de Kirchner, sin lugar a dudas, fue una figura central del poder político argentino durante las últimas dos décadas. Fue dos veces presidenta, senadora, vicepresidenta, jefa política de millones. Su detención no borra ni sus errores ni sus aciertos, pero marca el cierre simbólico de un ciclo. El kirchnerismo, como fuerza histórica, se enfrenta a su etapa más difícil: sin liderazgos fuertes, sin relato unificado, y con su principal referente detenida. Sin embargo, este episodio también puede convertirse en el germen de una nueva etapa, donde la política se regenere desde otras lógicas y donde los liderazgos se construyan sin inmunidades eternas.

La Argentina que sigue no será más fácil. El escenario económico es asfixiante, la calle está llena de bronca, y el sistema político sigue siendo una olla a presión. Pero si algo puede ordenarlo, si algo puede contener el colapso, es la certeza de que las reglas valen para todos. Que un expresidente, un ministro o el propio Milei están sometidos a la misma ley que cualquier ciudadano. Esa es la imagen que debe proyectarse al mundo: un país con instituciones que, aún golpeadas, resisten. Un país donde el poder ya no garantiza impunidad. Y sobre todo, un país donde la justicia, cuando actúa con independencia, deja de ser parte del problema para empezar a ser parte de la solución.

3 COMENTARIOS

  1. Muy interesante lo que comentas sobre las instituciones y el poder judicial. Es importante que el poder judicial actúe de forma independiente y vea a todos por igual, que no exista ni investidura ni camuflaje a la hora de ejercer justicia.

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