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Lo que queda después del ruido

Publicado el

por José Mariano.

Las imágenes ya no nos muestran el mundo. Lo sustituyen.
Harun Farocki

Todo hace ruido.

Las pantallas, las guerras, los algoritmos, los gritos en las redes, los discursos de campaña, los slogans reciclados, los escándalos que duran un día. Todo suena al mismo tiempo. Y ese ruido, que parece caos, no es inocente. Es método. Es la forma actual del poder: saturar. Llenar todos los espacios, ocupar cada segundo, no con contenido sino con estridencia.

Nos enseñaron que estar informados es saber de todo, todo el tiempo. Pero esa idea es mentira. Porque cuando todo suena, nada se escucha. Cuando todo importa, nada importa. Cuando todo pasa al mismo tiempo, el tiempo desaparece.

Fijate qué pasa en una semana cualquiera: mientras una figura pública es condenada por corrupción, las redes hierven con escraches, memes y análisis exprés. Al mismo tiempo, otra noticia en paralelo: una nueva criptomoneda se desploma. También hay una guerra en curso. Se filtra un audio de un diputado. Se viraliza un crimen filmado con un celular. Y en medio de todo eso, una nueva aplicación de inteligencia artificial genera voces de muertos o crea textos en segundos. Todo se amontona. Todo exige la misma urgencia.

Pero no hay cuerpo que procese eso. No hay lenguaje que aguante ese ritmo sin volverse automático.

Byung-Chul Han lo advirtió: vivimos en la era de la positividad absoluta, donde ya no hay espacio para lo otro, para la pausa, para la negatividad del pensamiento. Todo debe mostrarse, opinarse, compartirse. Pero lo verdadero no grita. Lo verdadero se espera. Y esperar requiere silencio.

Simone Weil escribió que la atención profunda es la forma más pura de oración. Esperar sin querer. Escuchar sin buscar respuesta inmediata. Eso es pensar. Pero el ruido no permite esperar. Y sin espera, solo hay reacción. Solo hay automatismo.

El ruido no es solo sonoro. También es visual. Harun Farocki lo comprendió mejor que nadie: vivimos rodeados de imágenes que no revelan el mundo, lo reemplazan. No se trata ya de ver lo invisible, sino de mirar a través del exceso. Las imágenes no nos muestran: nos distraen. Y lo esencial —eso que importa— queda sepultado bajo su brillo.

Mirá lo que pasa con la muerte. Cuando muere una figura pública, se acumulan homenajes, se multiplican los posteos, se disputa el sentido de su legado en hilos interminables. Pero en esa vorágine no hay tiempo para el duelo. Ni siquiera para el silencio. Es como si la vida, incluso en su final, tuviera que producir contenido. No nos queda el dolor: nos queda un hashtag.

¿Y entonces?

¿Qué queda cuando el ruido se va?

Queda la respiración. Queda el cuerpo. Queda el silencio al que ya nadie sabe entrar. Queda el gesto que no busca likes, la palabra dicha sin apuro, la memoria sin efectos especiales. Queda lo esencial. Eso que no se monetiza ni se mide. Lo que no grita pero sostiene. Lo que no se ve, pero forma.

Tal vez allí está el verdadero territorio de lo político: no en el griterío, sino en lo que el griterío trata de tapar. El amor. El pan. La injusticia sin cámaras. La dignidad sin discurso. La escucha. El cuidado. La amistad. El arte que no se hace para ser viral. La educación que no se mide con KPI. Todo eso que no parece urgente, pero sin lo cual todo lo demás pierde sentido.

Por eso existe Fuga.

No para competir con el ruido, sino para interrumpirlo. Para abrir un hueco en el muro sonoro. Para crear un espacio donde se escuche lo que no conviene oír. Donde se piense lo que no vende pensar. Donde todavía sea posible demorarse en lo que importa.

No venimos a gritar más fuerte. Venimos a bajar el volumen. A recuperar la pausa. A decir: no todo tiene que ser ya, ni tampoco tener forma de trending topic.

Lo esencial no hace ruido. Pero está ahí.
Esperando que alguien se atreva a escucharlo de nuevo.

Bienvenidos a la edición 15.

Esto es Fuga.

 

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