Por María José Mazzocato.
En conversación con FUGA, el dramaturgo y actor Guillermo Montilla Santillán reflexiona sobre el estado del arte en Tucumán y Argentina, entre la precariedad histórica y un presente donde la cultura se transforma en mercancía.
En el bullicio de la Feria del Libro, entre stands apretados y rostros que van y vienen, la presencia del dramaturgo Guillermo Montilla Santillán fue una rareza: no vino a “presentar producto”, vino a hablar de lo que el arte ya no es. Con la voz de quien ha habitado los escenarios por décadas, compartió con FUGA una mirada íntima pero filosa sobre lo que llama la profunda desarticulación cultural en Tucumán y el país.
“No tenemos una cultura de arte. Tenemos una cultura de política alrededor del arte”, dijo, sin rodeos. Lo que Montilla Santillán ve es una distorsión progresiva del oficio artístico: un sistema que en lugar de potenciar la creación, la utiliza, la coarta, la transforma en herramienta de posicionamiento, de propaganda o, simplemente, de supervivencia.
Lejos de atribuir la crisis exclusivamente a la gestión actual del gobierno nacional, el dramaturgo plantea un panorama extendido en el tiempo. “Esto no empezó con Milei, esto viene de muchos gobiernos que hicieron del arte una excusa, una moneda de cambio, un currículum político más que una política cultural”. La frase retumba con fuerza en una provincia que, según relata, ha usado históricamente los recursos destinados a la cultura para consolidar alianzas, comprar lealtades o construir figuras dentro de su propia órbita de poder.
Sin embargo, lo que más preocupa a Montilla Santillán no es solo la instrumentalización del arte, sino su vaciamiento conceptual. “Ya no se hace arte, se hace producto. Se calcula cuánto va a vender, cuánta gente lo va a mirar, cómo lo vas a mover por Instagram. Pero eso no es arte. Eso es marketing”. En un ecosistema cada vez más dominado por la lógica del rendimiento y el algoritmo, los procesos creativos —subjetivos, exploratorios, incómodos— quedan marginados o son convertidos en eslogan.
Lo que él propone no es una vuelta romántica al arte por el arte, sino la necesidad de repensar la función cultural en una sociedad atravesada por la precariedad. El arte no como salvación, sino como espacio crítico, como forma de verdad. “Cuando el arte no incomoda, no es arte. Y hoy se le tiene miedo a incomodar. Se prefiere gustar”.
Aun en este contexto adverso, Guillermo defiende la escena local con una mezcla de escepticismo y ternura. Reconoce que hay gente creando con enorme esfuerzo, que existen colectivos independientes que resisten sin apoyo, que la autogestión es muchas veces la única vía. Pero no idealiza. “La autogestión no puede ser la única política cultural. No es libertad, es abandono”.
El punto más duro de su mirada es quizás la constatación de que se ha perdido el lenguaje común con el público. “Hay una desconexión total. El público no entiende lo que se hace, y lo que se hace muchas veces no quiere ser entendido. Hay una fractura ahí que hay que sanar. Volver a hablar con la gente, no para complacerla, sino para que entienda por qué vale la pena ver una obra, leer un libro, escuchar una canción que no está en Spotify”.
Para Montilla Santillán, la única forma de reconstruir una cultura viva es recuperar el lugar del arte como gesto político, no partidario. Como acción que permite mirar distinto, sentir distinto, pensar más allá del eslogan. “Si no hay arte, no hay lenguaje. Y sin lenguaje, lo que queda es solo consumo”.
Mientras el escenario político y económico impone cada vez más límites, su apuesta sigue siendo el escenario. La palabra dicha frente a otro cuerpo. La posibilidad, aún mínima, de abrir una fisura en la lógica del mercado. Una obra, una pregunta, una pausa.