por Javier Habib.
Como profesor de derecho privado, me cuesta hablar con soltura sobre la democracia, que es una cuestión de derecho público o político. Sin embargo, me atreveré a formular dos puntos sobre esta especializada materia.
I. Sobre la voluntad
Es obvio que en Tucumán gran parte de la población vota a cambio de dinero. Lo loco es que existe una manera de pensar este fenómeno como algo lícito, o democrático. Pero para eso hace falta adoptar una concepción bastante flaca de lo que significa “libre voluntad”. Hay que pensar que el que vota a X porque X le ofrece dinero en algún sentido está eligiendo. X no le pone una pistola en la cabeza. Quien acepta el dinero podría haber dicho que no.
Claro que esto que digo no agota la discusión. A comienzos del siglo XX, los abogados que bregaron por un derecho laboral en Estados Unidos advirtieron que este tipo de elecciones estaban viciadas por una “compulsión económica”. En aquel caso, la necesidad impulsa a vender fuerza laboral. En el caso que tratamos, la necesidad impulsa a vender un voto.
Justamente por eso, durante el siglo XX se empezaron a construir nociones más robustas de lo que significa una elección libre. Por ejemplo, en el derecho del consumidor francés se adoptó el paradigma del “empoderamiento a través de la información”. Se empodera al consumidor obligando al proveedor a informarle pormenores del producto. Llevado a nuestro contexto, el Estado podría decirles a los políticos: “todo bien, ustedes ofrezcan guita. Pero informen. Digan que lo hacen para seguir robando, que no les importa la situación personal del votante, etc”. Algo así como un etiquetado frontal de prácticas clientelistas.
Más en serio: la pregunta de fondo es la siguiente: ¿Qué salvaguardia ofrece la democracia cuando el voto se convierte en una mercancía?
Mi amiga Nadima Pecci, que es especialista en la materia, me contó que en la sancionada Ley 7876 se preveían delitos electorales, que castigaban a quienes intentaran comprar votos. El poder ejecutivo que gobernaba en 2007 vetó esa parte de la ley. Como señala Pecci en un libro que escribió sobe el tema, el veto a esas normas dejó al descubierto que el gobierno de entonces necesitaba de prácticas clientelistas. El veto fue, en sí mismo, una confesión de parte.
II. Sobre el derecho público
Existe un gran teórico del derecho privado, que se llama Friedrich Karl von Savigny. Cuando lo menciono me emociono, porque de verdad creo que Savigny dijo muchas verdades, y elaboró un sistema de lo jurídico que raya con lo artesanal. A los aficionados de las humanidades y la teoría política, recomiendo leer su discurso en contra de la codificación.
Pero traigo a Savigny aquí porque creo que puede ayudarme a decir algo interesante sobre nuestra democracia. Dos párrafos sobre su pensamiento.
Primero, para Savigny, el derecho surge de la conducta espontánea del pueblo. El derecho no es Alberdi diciéndonos: “¡pueblo inculto! ¡Esta es vuestra constitución! ¡Ahora seremos un estado democrático!”. Para Savigny, no había nada más alejado del derecho que las elucubraciones especulativas de los filósofos franceses. Para saber sobre derecho hay que mirar la conducta de su gente. Y mirarla con una mirada atenta: intentando penetrar el sentido psicológico que la gente le da a las cosas que hace. Es lo que Savigny, imbuido por el romanticismo de su época, llamó el “espíritu del pueblo”.
Segundo, y relacionado a lo anterior, Savigny atacó el concepto de la “volonté générale”. Savigny encontró artificioso pensar, como pensó Rousseau, que el pueblo se fundía en una voluntad emisora de la ley. Los parlamentos son instituciones llenadas por burócratas y grupos de interés; nada más alejado del pueblo. Interesantemente, Savigny sostuvo que aunque el derecho emanara inmediatamente del pueblo, quienes se encargaban de fijarlo en normas eran los juristas; una casta definida por su capacidad de hablar con términos técnicos.
Ahora vamos a mi punto. Basta leer el Facundo de Sarmiento para tener una imagen clara sobre nuestro derecho originario. Cito un párrafo
«es preciso ver estas caras cerradas de barba, estos semblantes graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravío y darle muerte; que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto en la otra, para meterle en la boca, mientras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia».
Sin embargo, cuando hablamos de derecho público en Tucumán, hablamos del sistema que filósofos políticos como Juan Bautista Alberdi intentaron implantar en la Argentina. Lo cierto es que el país no estaba del todo preparado para vivir bajo los principios de la Constitución de 1853. Alberdi obviamente sabía de esto y por eso propuso superpoblar el territorio con cristianos protestantes del norte de Europa. Pero no vinieron suficientes.
Volviendo a Savigny, ¿cuál es el espíritu de nuestro pueblo? En la parte II de mi ensayo “Reforma Constitucional 2025 ¿Para qué? Para consolidar la democracia,” (disponible en Internet) desarrollo la tesis de que los políticos exitosos de Tucumán—aquellos que siempre aterrizan en cargos relevantes: hoy secretario de la gobernación, mañana diputado, pasado ministro de deportes, luego director de no sé qué—tienen más de comerciantes que de militantes. Son politicos simplemente porque ahí se les dio, aunque muy bien podrían haber tenido una sanguchería, o un campo de caña.
Pero quiero hablar de la sociedad civil. Es verdad que muchos de los que votan, votan a cambio de dinero. Pero ¿qué hay del resto de nosotros?
Por un lado, en Tucuman, hay mucho de comodidad. Pocos son los civilizados que salen a la calle a escandalizarse y quemar cubiertas por la corrupción flagrante que gobierna el Estado. Creo que muchos evitamos conflictuar sencillamente porque preferimos la paz que de algún modo vivimos que entrar en conflicto con gente que va proteger su dominio. Entonces, miramos a otro lado, puteamos en el café e, incluso, cuando por alguna razón los conocemos, los saludos de manera amable.
Por otro lado, creo detectarlo, al menos en mí, hay algo de empatía. Creo, en algún punto, que la práctica de la política los lleva a eso. O pienso, quizás pensaran, que la paga oficial de lo que dejan en la arena no sea la suficiente.
Con todo, hay algo que sí, no llego a inteligirlo. Y esto es que esa pequeña fracción del pueblo tucumano que sí está politizada (la gente que va a las marchas por los recortes a la UNT, o por los jubilados, o por este u otro problema que se origina allá en Buenos Aires) nunca se queja en la legislatura, en la casa de gobierno, en el Tribunal de Cuentas, o en el mismo rectorado de la UNT, que se robó una mina de metales preciosos (literal). Me resulta difícil comprender a esos militantes cuando los flagelos de la corrupción política de Tucumán están a la vista de todos: barrios inundados con apenas 50 milímetros de lluvia, poblaciones enteras sin cloacas, miseria estructural, y un largo etcetera.